Anda el ministro de Cultura José Guirao Cabrera detrás de los exhibidores de películas para convencerles de que la rebaja del IVA del 21 por ciento al 10 por ciento repercuta en los compradores de entradas, entre los que no me cuento desde que las salas se abrieron a los rumiantes y a los gorgoteadores. Resulta que los vivos del cine, que cazan a mano todo euro que pasa por su cercanía, después de aburrirnos con la petición de rebaja en poco memorables episodios lacrimógenos y de culpar a los gobiernos de turno de privar a los españoles de acudir a las salas por la carestía de las entradas y, con ello, condenarlos al apartheid cultural, ahora nos dicen que Santa Rita, lo que se da no se quita.
La ficción cinematográfica española empieza por el aparataje mismo del cine. Las subvenciones, gratis por cuenta del Estado e inexplicablemente extorsivas para empresas del entretenimiento como las cadenas de televisión, es el primer paso de cualquier proyecto cinematográfico. ¿Cuánto nos van a dar? Es la primera preocupación.
Para justificarse, queda para los anales, aquella ¿rendición? de cuentas que montaron en una gala de los premios Goya, en la que resultaba, según una serie de mentiras concatenadas, que el cine aportaba a la riqueza nacional mucho más de los que recibía gratis et amore. Muchos se creyeron la sarta de datos que aportó un señor de la Academia del Cine. Y a decir verdad, las cantidades se aproximaban algo, pero los conceptos eran radicalmente falsos.
Se hablaba de recaudación del cine español y se daba el dato de lo recaudado por películas extranjeras (más o menos el 80 por ciento) y españolas (el 20 por ciento). Se decía que el cine ingresaba más al erario que lo que recibía, cuando sólo las subvenciones triplicaban la recaudación por IVA. En fin, la apoteosis de la tergiversación.
Hasta aquí, la anécdota de un ministro encareciendo a un grupo de empresas a que sean coherentes con su propia prédica, cuando quien soporta el impuesto es el consumidor y, por lo tanto, quien se debe beneficiar de la bajada del impuesto es el que finalmente lo abona.
La categoría la constituye el complejo cultural, instalado en un sitial que consideran intocable por su trascendencia social, como si la sanidad o la administración de justicia no fueran asuntos tan defendibles como eso que llaman cultura. Parafraseando a madame Roland de la Platière, ¡ oh cultura, cuántos abusos y arbitrariedades se cometen en tu nombre ¡ Y es que aquí se llama cultura a casi cualquier cosa, generando un barullo del que todos los concernidos pretenden sacar tajada, al margen de su apreciación por los ciudadanos, constituidos en público.
Y lo que se presenta con la etiqueta cultural no admite consideraciones como la calidad o el interés social, que son fruto siempre, no de la propuesta, sino de un pueblo inculto que no sabe apreciar lo que se le ofrece. Que en el teatro no hay más público que los del corte oficial de entradas, este país está lleno de mamelucos; que al cine se va a merendar porque lo que ponen es indiferente, este país está lleno de gárrulos; que la exposición consume sus visitantes el día de la tapita y el vino peleón, este país no está a la altura de sus creadores…
No deja de mosquear que las funciones políticas más deseadas en las que mojar el pan sean siempre las relacionadas con el urbanismo y la cultura.
Thomas