La jueza que investiga el caso Máster del Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos, ha remitido recientemente el caso al Tribunal Supremo para que en su caso impute al diputado Pablo Casado por cohecho impropio y prevaricación, mediante una exposición razonada en la que le considera como el ‘beneficiario de un regalo exclusivamente por su consideración política’.
Un Privilegio en toda la extensión de la palabra como ‘gracia o exención que se concede a alguien para que goce de ello, anejo regularmente a una dignidad, empleo o cargo’ ( fundeu )
Carmen Rodriguez Medel describe un «plan preconcebido» por el catedratico y director del IDP Alvarez Conde para «regalar» el posgrado a un conjunto de alumnos privilegiados que, por «su especial relación personal o profesional» con él o por su «relevancia política», no tuvieron que seguir el sistema ordinario de calificación y pudieron sacar sobresalientes «sin actividad académica alguna» en abierto contraste con los alumnos ordinarios, sujetos a asistencia, trabajos y con notas muy inferiores.
En el próximo mes de Septiembre la Fiscalía del Tribunal Supremo remitirá su preceptivo informe a la Sala de Admisión del alto tribunal sobre la competencia para investigar la denominada pieza C, relativa al máster de Casado y en la que figuran siete imputados.
Será también en septiembre cuando la Sala de Admisión del Supremo tome una decisión al respecto una vez reciba el informe de la Fiscalía, nombrando ponente e investigando al diputado Casado.
La respuesta a la instrucción ha sido la prevista: la actitud defensiva tradicional del PP que inscribe en la normalidad el máster y descalifica la instrucción y su repercusión pública como una cacería política, cuando los problemas del PP y del propio Casado eran conocidos antes de un Congreso que no ha respondido a una mínima expectativa de regeneración democrática.
Muy al contrario, el PP solo se ha planteado el problema de la renovación generacional y de la hegemonía en la derecha. Por eso no han pasado ni veinticuatro horas y han vuelto los juzgados esta vez tras su nuevo presidente.
Ciudadanos, mutatis mutandis ha aprovechado para volver de nuevo al recurso del método y desempolvar otros ‘privilegios’, en este caso el aforamiento de los parlamentarios, abogando por su derogación.
En coincidencia con los hechos ha habido también quien ha renunciado por escrito al aforamiento sin renunciar al cargo, a sabiendas de que se trata solo de un gesto ya que como prerrogativa constitucional no es disponible.
Porque de prerrogativas para el ejercicio del cargo y no de privilegios es de lo que hablamos ya que el origen del aforamiento, al igual que de la inmunidad. Inviolabilidad y suplicatorio de los diputados, surgió en su momento para defender su papel representativo como miembros del poder legislativo frente a posibles interferencias.
Es verdad que el origen histórico del aforamiento es muy antiguo y se remonta al Parlamento inglés en 1397, a raiz de la condena a muerte impuesta al diputado Thomas Haxley por criticar a la Corte Real, aunque otros autores retrasan su origen incluso hasta la revolución francesa.
Por ello, si a lo largo de los siglos se ha justificado la protección de los parlamentarios frente a las amenazas que podían provenir de la Corona, ahora puede y debe cuestionarse la adecuación del aforamiento en un sistema democrático avanzado, en el que se proclama la subordinación de todos los poderes públicos a la ley.
Sobre todo cuando en el contexto europeo el aforamiento es excepcional, pero no así la inviolabilidad, inmunidad y el suplicatorio en defensa del ejercicio parlamentario.
Así en Portugal e Italia únicamente lo tiene el Presidente de la República; en Alemania, Gran Bretaña o Estados Unidos no existe. Y los países en los que existe, se pierde al abandonar el cargo.
La condición de aforado es el mecanismo de cierre de la inviolabilidad e inmunidad de los parlamentarios y persigue dos objetivos: por un lado, que la libertad de expresión de los parlamentarios no sea lastrada por maniobras políticas; y por otro, que los tribunales ordinarios no sufran presiones al juzgar a poderosos.
Es decir persigue un equilibrio de poderes. Por eso se recurre precisamente al Supremo porque se entiende que un órgano colegiado responderá mejor a las posibles presiones políticas que el juez ordinario.
La paradoja es que los políticos son una parte muy minoritaria del conjunto de los aforados.
En España existen 250.000 aforados, sí 250.000 nada menos y de ellos los parlamentarios, gobiernos y políticos en general apenas llegan a los 1.600.
El desglose es que algo más de 232.000 lo son de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, estatales, autonómicos y locales; cinco son miembros de la Familia Real, y el resto, 17.603, pertenecen a instituciones del Estado y de las comunidades autónomas.
En estos últimos 17.603 aforados los miembros de la carrera judicial y fiscal – representan la mayor parte – e integrantes de órganos como el Tribunal de Cuentas, el Consejo de Estado o los defensores del Pueblo -estatal y autonómicos-.
El Congreso cuenta con 350, hay 266 senadores, los miembros de parlamentos y gobiernos autonómicos rondan las 1.500 personas y el Gobierno lo componen 14 personas, incluido el presidente. No más del 12% si excluimos a las fuerzas de seguridad.
Sin embargo se ha instalado el prejuicio de que aforamiento es un privilegio de la clase política poco menos que para eludir la acción de la justicia en los casos de corrupción. Un prejuicio más difícilmente de romper que un átomo.
Sobre todo porque el aforamiento de los políticos aparece con fuerza tras los casos mediáticos como los de Rita Barberá y Pedro Antonio Sánchez, que fuera presidente de Murcia.
Lo cierto, sin embargo es que corremos el riesgo de coger el rábano por las hojas ya que en última instancia lo que se cuestiona, y no sin razón como privilegio, es que un órgano como el Tribunal Supremo, y en particular su sala segunda, sujeto a las influencias de los políticos en la promoción de sus componentes, sea el destinado a juzgarles penalmente, con una sospecha fundada de parcialidad.
Sin embargo, aunque se derogaran los artículos del aforamiento en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía, y con ello se garantizara la sujeción de los parlamentarios y del resto de políticos al tribunal ordinario tampoco se impediría que garacias a la doble instancia quedase de nuevo el recurso a la sentencia en las mismas manos del tribunal supremo o tribunales superiores politizados que se pretenderían eludir.
Una reforma Constitucional que por otra parte sería harto improbable en los tiempos que vivimos y que además dejaría intactos la gran mayoría de los afloramientos que han sido reconocidos mediante leyes específicas como la ley del CGPJ o la ley orgánica del poder judicial.
Si en realidad se pretendiese un cambio real para evitar la degeneracion de la prerrogativa en privilegio, y no solo el recurso al método y a la propaganda política, se trataría de cambiar solo la degradación partidista en el nombramiento y el funcionamiento del CGPJ y con ello de los criterios de promoción de los miembros del Tribunal Supremo.
El legislador constitucional quiso –y eso constituye la esencia de la naturaleza y estructura del CGPJ- un órgano numeroso y plural, en correspondencia con la diversidad de sensibilidades y tendencias de una sociedad también plural y diversa que por medio de sus representantes políticos en el Parlamento nacional elige y legitima a los vocales que integran el Consejo para el cumplimiento de sus fines constitucionales.
Pero el modelo se ha pervertido. En realidad, hoy día el cauce para el acceso al CGPJ no es parlamentario sino partitocrático, y está basado en intereses cortoplacistas y sectarios de los partidos políticos mayoritarios, cuyos resultados tampoco se solucionan mediante la intervención de las asociaciones judiciales, por otra parte de escasa representatividad real entre la carrera.
En cuanto a los miembros del Supremo, las formas importan –como mínimo- tanto como las normas. Cambiar las normas solamente puede ser una variante del “gatopardismo”. Lo relevante es cambiar la forma de plantear, de enfocar las designaciones, que deben estar guiadas por criterios de mérito, capacidad y honestidad en los candidatos, establecer mecanismos de evaluación objetiva y procedimientos transparentes de nombramiento y de control, generando cultura ética en unos y en otros, en quienes designan y en quienes son designados.
No hay que confundir pues el privilegio injustificado con las prerrogativas para ejercer el cargo ni las necesarias reformas constitucionales y estatutarias con poner coto al desafuero.
Gaspar Llamazares