Me gustaría vivir aquí, mirando al mar de Getaria, al fin en paz esta tierra tras tantísimos años trágicos, la galerna adornando el horizonte mientras (junto al puerto) niñas y niños dan patadas a la pelota sobre la arena tostada de una playa minúscula, como si Euskadi fuese una isla remota.
En este rincón de la cornisa cantábrica se autogobiernan sin molestar a nadie (de momento) y por encima de la estatua de Juan Sebastián Elcano comparten balcón una estelada y una ikurriña.
Resulta misterioso cómo la violencia pudo instalarse aquí y en Bilbao han sido las fiestas y la gente se bañaba en la ría y todo.
Continúan, a lo lejos, las pasiones mesetarias, vuela el amado presidente, se desdice con su apostura habitual, cocemos a fuego lento un conflicto civil en Cataluña con Inés Arrimadas virando hacia Juana de Arco que blande el puñal afilado de rasgar lazos amarillos y el verano se agota.
España no significa casi nada por estas latitudes y, sin embargo, se respira igual de bien. Me refiero a que da lo mismo a qué bandera quiera usted adscribirse mientras no haya paro y se respete al prójimo.
Tampoco voy a exagerar. Esto es el norte del sur y en la frontera de Irún los gendarmes franceses dan el alto a migrantes de tez oscura que pretenden alcanzar el verdadero paraíso.
Quiero decir que en Euskadi también hay problemas pero se atemperan con el ritmo de la lluvia y un excelente pescado a la brasa.
Me gustaría vivir aquí, mirando al mar de Getaria o también comiendo rabas cada domingo en las empinadas calles de Portugalete, con el puente colgante como un daguerrotipo en el paisaje.
Pero tengo que regresar a Madrid, donde la pelea será bronca este otoño y luego vendrán las municipales y autonómicas y sabe Dios lo que nos deparará el destino.
Ha llegado septiembre y el Gobierno avanza en zigzag hacia ninguna parte pero yo miro el mar, antes de despedirme, y sé que siempre tendré un refugio al que acudir. No muy lejos del cabo Matxitxako.
Daniel Serrano