Hace unas semanas, escribía en este mismo espacio sobre , eminente cronista parlamentario de comienzos del siglo XX. Hoy me gustaría enfocarla desde otra perspectiva literaria –casi lírica, en este caso–, pero más cercana a nuestro tiempo. Explicaba en el citado artículo que, para no derrumbarnos ante el despropósito de la realidad política, es necesario abordarla desde la ironía y el sarcasmo. El autor al que hoy quisiera aludir era un maestro de ambas técnicas, unidas a unas entrañables notas de cinismo, aquel que lo condujo a pronunciar la consabida cita que lo hizo popular entre los ciudadanos de a pie: “Yo he venido a hablar de mi libro”.
Llegados a este punto, gran parte de los lectores habrá deducido que me estoy refiriendo a Francisco Umbral. Tras este pseudónimo se escondía Francisco Alejandro Pérez Martínez (Madrid, 1932-2007), que fue una especie de Lope de Vega del articulismo, por su ingente producción –llegó a escribir, como mínimo, un artículo al día–, y que tuvo muy presente la política en su actividad periodística y literaria. Su estilo recibió la herencia sarcástica y brillante de Larra o Valle-Inclán; también de ellos heredó el afán por retratar personajes y situaciones de su tiempo desde una distancia irreverente y flemática.
En Mis queridos políticos (Renacimiento, 2017), el doctor Guillermo Laín Corona, profesor de Literatura en la UNED, recopila una serie de artículos umbralianos que ha definido en el subtítulo como “retratos poéticos y antipoéticos”. Explica Laín Corona: “se habla de retrato poético cuando se refiere a una descripción hermosa y/o de alabanza; por el contrario, […] sería antipoético el texto en que se ataca a una persona, bien de manera lírica, bien con sátira cruel”. Siguiendo esta explicación, un ejemplo de “retrato poético” es el que le dedica, por ejemplo, a Enrique Tierno Galván: “La cabeza de Tierno es una cabeza entre André Gide y fraile benedictino”, o a Julio Anguita: “el cordobés triste y duro, el judío municipal y pedagógico, con alma de alcalde o de maestro de primaria en una escuela de la tundra”. Y otro “antipoético”: “Felipe González, Hamlet de pana dubitativa, con una daga popular y damasquinada por los orífices del oro alemán”.
La poesía, de un modo u otro, siempre se encuentra presente en estos retratos. En algunos artículos, como el dedicado a Adolfo Suárez o Celia Villalobos, incluso inserta textos en verso: “A Celita Villalobos / hasta los lobos la aman, / los socialistas la quieren / y los malagueños pasan”. Otros están elaborados con métrica, como el de Cristina Almeida, titulado “Musa de cebolla” –profundamente “antipoético”–, donde abundan el alejandrino y el endecasílabo: “Tu lazo por el cielo, tu risa por el suelo, muñecona del pueblo, la pepona carguista, qué cansado esperpento pones en las plazuelas, sentada en cualquier banco, esperando lo tuyo”. Como explica Guillermo Laín Corona en una cautivadora y nutrida introducción a la obra, Umbral no fue poeta en el sentido estricto de la palabra –su obra poética, de hecho, está poco valorada–- pero la lírica es parte inherente de su estilo ensayístico. Sus ensayos, a menudo, semejan extensas prosas poéticas.
Destaca también Laín Corona la actualidad contenida en los ensayos políticos umbralianos. Al fin y al cabo, en 2017 se cumplió la primera década desde su muerte. Los personajes que pasean por las páginas de esta obra resultan familiares para el lector actual, que no podrá evitar esbozar una sonrisilla al leer sobre Mariano Rajoy: “Cuando no quiere o no sabe decir algo, se refugia en un incipiente balbuceo que en Londres sería una muestra de elegancia parlamentaria”. O acerca de José Luis Rodríguez Zapatero: “atendiendo al carácter de su permanente de su sonrisa, apodaríamos a Zapatero como el Giocondo o la Gioconda. Después de Leonardo, nadie había dado tanta perennidad y eficacia a una sonrisa”. En algunos casos, las asociaciones son verdaderamente hilarantes:
“Si metes a Aznar en la máquina de la verdad, el calambrazo y el electroschock romperán el muñeco arrojando un bigote chapliniano, unas frases de su abuelo, una adorable horquilla de Mercedes de la Merced, una nécora, los calzoncillos bordados de Naseiro, los tirantes nacionales de Fraga, numerosas vieiras del Año Santo, la camisa azul de Fernando Suárez, que tú bordaste en rojo ayer, y el Joden del propio Aznar.”
Hay espacio en los retratos para personajes históricos admirados, como Salvador Allende o Dolores Ibárruri, la Pasionaria –“Dama de Elche de los proletariados, mujer, minera santa icono de los pueblos. […] Señora de los pobres, pobre desde la muerte. […] Señora de los hombres, señora de la Historia, señora de los tiempos, mujer de proletarios”– y para otros por quienes siente todo lo contrario, como Francisco Franco, Pinochet o, más cercano en el tiempo, Manuel Fraga, de quien dice: “es un señor monologante que, más que estar en posesión de la verdad, está siempre poseído por la verdad, y por tanto le parece ociosa, inoportuna e insolente toda réplica”.
El humor umbraliano, fino y esperpéntico, va arrastrando al lector, sin apenas ser él consciente, por la historia de la democracia española. Lástima que ya no tengamos un Umbral que se ría en clave lírica de nuestros políticos más actuales.
Marina Casado
Marina Casado