Con motivo de la efemérides del décimo aniversario del inicio de la gran crisis, que casi todos quieren hacer coincidir con la caída del banco americano Lehman Brothers, se ha producido un aluvión de análisis sobre el nacimiento, el desarrollo y el ¿final? del decenio negro de la economía mundial. La mayoría de los economistas y analistas de distintas procedencias académicas, coinciden en una conclusión, que la política se desentendió de la economía, acaso por conveniencia, acaso por desconocimiento. Yo añado otro factor, la soberbia y así podría aceptar esa generalizada opinión de los expertos.
La economía, a su libre albedrío, a su tendencia hacia la desregulación, fue, dicen, el detonante. Nada dicen de quienes consintieron, nada dicen de quienes se beneficiaron y mucho menos de quienes creyeron tocar el Olimpo con los dedos de la mano. Como si la economía, o en su versión más maldecida, los mercados, no tuvieran personas detrás; personas que creyeron que todo lo que no estaba prohibido estaba permitido, con desprecio de cualquier imperativo moral e ignorancia culpable de las consecuencias de sus conductas. En esas personas dejaron los países democráticos y otros no tanto, pero principalmente, los democráticos, abandonada la praxis de la ciencia social que llamamos economía.
Con la relativa recuperación actual tras el decenio atroz, volvemos a leer relaciones y consejos sobre lo que debimos aprender de la crisis. Y son tan variadas, complejas unas, simplistas otras, sesgadas por la ideología o por los intereses concretos, que uno tiende a pescar algo de aquí que le suena bien, algo de allá que le parece acertado, una cosa más de acullá que puede ser útil, sin abandonar el escepticismo como pauta.
Una consecuencia innegable de la crisis en España ha sido que la economía ha podido recuperarse con cierto brío, sin que esa recuperación traspase verticalmente la estratificación de las familias. Se habla mucho de desigualdad (algunos matizan y minimizan esta variable porque está basada en modelos que han quedado obsoletos), se habla con toda razón de precarización salarial, de inestabilidad laboral, de escasa inversión y de concentración empresarial. El todo parece convincente, aunque no todas las partes lo sean en el mismo grado.
Es muy cierto que el proceso de integración corporativa es muy intenso, aunque no siempre muy sano. En la banca ha requerido ayudas importantes del Estado, en otros sectores industriales y de servicios ha sido ineluctable fusión de debilidades y fortalezas, con ayudas fiscales. Verdaderas grandes alianzas entre iguales apenas se han producido). Esta constatación lleva a muchos a la conclusión de que con empresas más grandes y, acaso, solo acaso, más fuertes, los trabajadores pagan el pato con menores salarios.
Esto, traducido a nuestros usos y costumbres, significa que sólo se concentran para obtener aún mayores beneficios, cada vez más a costa de los trabajadores. La competencia y el mercado no existen. Las empresas prefieren martirizar a vender mejores mercancías y servicios, a más países y a precios más remunerativos, en suma, a competir.
Y en estas nos encontramos, el país crece, los trabajadores no están debidamente remunerados, con lo que se va agotando un componente clave de la demanda, los empresarios renuncian al riesgo, lo que reduce otro componente de la demanda y la acción política (administraciones, verticato) de nuevo desentendidos por ignorancia, por conveniencia y por soberbia. Cést la vie
Thomas