Esta última semana, la primera que he ejercido como profesora de pleno derecho, he tenido la sensación de atravesar al otro lado del espejo. Desde la posición privilegiada de la mesa del profesor, me ha parecido verme sentada en un pupitre, dibujando gatos en el cuaderno, ordenando mi colección de bolígrafos de purpurina o colocándome el pelo para que cayera cuidadosamente sobre el ojo derecho, con la inocente idea de que, cuanto menos se me viera la cara, menos se fijaría el profesor en mí. Este afán de camuflaje no provenía de la irresponsabilidad –siempre llevé los deberes hechos–, sino de una timidez crónica que invadió mis años de adolescencia y acabó conduciéndome por las azuladas sendas de la poesía.
Busco inconscientemente una mirada huidiza, similar a la mía, entre las decenas de ojos que me observan con curiosidad, por ser yo la circunstancia novedosa en el curso que comienza. A todos les interesa mucho mi edad –“No pareces profe, eres muy joven”– y el nivel de dificultad de mis futuros exámenes. Hay alumnos descarados, graciosillos, aplicados; los hay muy serios, que levantan la mano y disparan una definición precisa y acertada. Yo también hacía eso a su edad, siempre por debajo del flequillo. No puedo evitar imaginarme sentada en esa mesa que queda vacía: creo que sería amiga de la niña con el estuche de Hello Kitty y admiraría a ese otro niño que se sabe de memoria las fechas más importantes del siglo XX, como si fuera un libro de Historia.
Desde muy pequeña, sentía la necesidad de ayudar a los compañeros más desfavorecidos: aquellos que el resto de chicos a menudo despreciaba o marginaba. Yo me hacía amiga suya y los ayudaba con los deberes. Cuando cursaba la Educación Primaria, tenía un compañero llamado José María cuyos padres vivían en una chabola. Los míos me echaban siempre dos bocadillos para el recreo: uno para mí y otro para José María. En mi clase no era muy popular porque lo acusaban de “oler mal”. Los niños, a menudo, pueden ser muy crueles. En quinto de Primaria, me llevé un empujón por defender a Laila, una compañera árabe que era víctima de insultos racistas por parte de una de las niñas más populares de mi clase. Nunca me importó enfrentarme a los populares; de hecho, detestaba la dinámica de seguir a un líder y dejarme mangonear por él, tal vez porque yo misma tenía afán de liderazgo –una aspiración muy contradictoria que convivía con mi abigarrada timidez.
Ahora puedo ayudarlos de otras formas. En vez de regañar a la niña que dormita en clase de Lengua y que se niega a sacar el cuaderno, me armo de paciencia y le pregunto por sus razones, y acabo convenciéndola de que lo más inteligente es hacer los ejercicios que les he mandado. Me han dicho que esa niña tiene una situación familiar complicada. El instituto donde acabo de empezar a trabajar como funcionaria en prácticas se encuentra en uno de los barrios más desfavorecidos de Madrid y abundan las historias trágicas. Esta circunstancia me daba un poco de miedo al principio, dada mi falta de experiencia en la profesión, pero he comenzado a contemplarla como una posibilidad de seguir ayudando a los que más me pueden necesitar. No solo se trata de enseñar la literatura modernista o el complemento directo.
Deambulo por los pasillos cargada con la mochila que llevaba en Bachillerato –no he encontrado otra más indicada para transportar los diversos libros y cuadernos que debo llevar a clase– y me siento invadida por una extraña confusión temporal, como si la estudiante siguiera siendo yo y, en cualquier momento, una compañera –de esas a las que ya perdí la pista– me fuera a saludar a la vuelta de cualquier esquina, preguntándome si le puedo dejar copiar los apuntes. El cuadro de los relojes derretidos de Dalí ilustraría a la perfección lo que ahora siento.
De repente, una voz encendida me arranca de mis ensoñaciones: “¡Eh! ¿Qué haces por los pasillos, no tienes clase?”. El corazón me salta un segundo y después sonrío: “No, tengo guardia de pasillo. Es que yo soy profe”.
Marina Casado
Marina Casado