El pasado jueves 18 de septiembre se cumplieron cincuenta años de la muerte de Felipe Camino Galicia de la Rosa (1884-1968), más conocido como León Felipe. En el Ateneo de Madrid se celebró un homenaje a su figura en el que tuve el honor de participar junto a mi editor, José María Gutiérrez de la Torre, y a más de una veintena de escritores capitaneados por Daniel Pacheco. El acto consistió en un recital de poemas del autor después de la proyección de un vídeo realizado por el Ateneo de México en el que distintos especialistas mexicanos opinaban sobre León Felipe. Fue reconfortante la celebración de este evento, porque, a mi parecer, se trata de un escritor muy abandonado en la actualidad, a pesar de su estilo único, independiente, original y brillantísimo.
La independencia de León Felipe provocó que, a pesar de ser coetáneo de la Generación del 27 y relacionarse con algunos de sus integrantes, como Rafael Alberti, no se cuente hoy como un miembro más de dicha generación, por tratarse de un “espíritu libre” poco afín a grupos, corrillos o asociaciones. De hecho, en los primeros años su estilo evolucionó de manera inversa a la moda del momento, lo que Ortega y Gasset denominó: la “deshumanización del arte”. En la década de los veinte del pasado siglo, la asimilación de las vanguardias en España hizo que los autores rechazaran la sentimentalidad y se alejaran de lo humano, como forma de rebeldía ante la sociedad burguesa. De ese modo, la poesía quedó reservada a una minoría culta. Sin embargo, a pesar de que León Felipe se empapó de influencias vanguardistas desde la publicación de Versos y oraciones de caminante II (1929) y Drop a star (1933), su poesía se caracteriza, precisamente, por una estética contraria a la norma impuesta, con una gran preocupación por lo humano proferida por una voz profética, grave y cuasi bíblica.
León Felipe era profundamente creyente, pero rechazaba las instituciones eclesiásticas. Afirmaba que el poeta, una figura nómada y peregrina, avanza de camino en camino en vida y que, al morir, avanzará de estrella en estrella. Resulta curiosa la asociación que realiza entre el poeta, Jesucristo, Prometeo y Don Quijote. Los cuatro están unidos por el idealismo: Jesucristo se sacrificó para salvar a la humanidad, Prometeo fue condenado por llevarle el fuego a los hombres, Don Quijote soñó con un mundo más justo y fue ridiculizado hasta la muerte. El poeta transmite la poesía a los hombres, la poesía que puede cambiar el mundo, que puede mejorarlo, que ilumina la verdad como la más profunda de las doctrinas o el más abrasador de los fuegos.
Don Quijote ocupa, sin duda, un lugar especial en la poética de León Felipe, que lo bautiza con un apelativo cariñoso y terrible: “el Payaso de las Bofetadas”:
“Cuando Don Quijote pronunció por primera vez la palabra justicia en el campo de Montiel… sonó en la llanura manchega una carcajada estrepitosa que ha venido rodando de siglo en siglo por la tierra, por el mar y por el viento hasta clavarse en la garganta de todos los hombres con una mueca cínica y metálica. ¡Ja, ja, ja! ¡Reíros!… ¡Reíros todos! Que la justicia no es más que una risa grotesca. ¡Ja, ja, ja!
Pero el payaso se yergue y se vuelve contra el empresario, contra los hombres y los dioses […] ¿Entendéis ahora? Don Quijote es el poeta prometeico que se escapa de su crónica y entra en la Historia hecho símbolo y carne, vestido de payaso y gritando por todos los caminos: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!… Sólo la risa del mundo, abierta y rota como un trueno, le responde.” (“¿Qué es la justicia?”, de Antología rota, León Felipe).
Este Don Quijote idealista fue también el que adoró don Miguel de Unamuno, que en su obra Vida de don Quijote y Sancho escribe a favor de organizar una cruzada para buscar el sepulcro perdido del Caballero. Cuando un personaje literario se universaliza, “escapa de su crónica y entra en la Historia”, como acertadamente afirmó León Felipe, y a ratos ya no nos acordamos de que es una creación del otro don Miguel, de Cervantes. Porque Don Quijote se ha convertido en una criatura con muchos padres, que han ido modelando su personalidad y, en ocasiones, privándolo de alguno de sus matices. Se quejaba Luis Cernuda en sus ensayos de que los noventayochistas, con Unamuno al frente, habían ensalzado esa parte idealista del Quijote, olvidándose de su faceta cómica, que es fundamental en la obra original cervantina.
León Felipe convierte esa comicidad en algo grave, sombrío, cuando el mundo se ríe del soñador que pide justicia y lo contempla como a un payaso, porque en esa risa hay algo grotesco y deshumanizado, frío y demoledor. Y todos los idealistas dispersos por estas realidades encogemos el corazón y empatizamos con Don Quijote, el poeta prometeico, el loco, el perseguido. León Felipe continúa siendo una excelente cura contra el prosaísmo existencial.
Marina Casado
Marina Casado