lunes, noviembre 25, 2024
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Segunda estrella a la derecha

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Para Andrés, en su cumpleaños.

 

Hubo un tiempo en el que el tiempo no existía, al menos no con la consistencia presente, con la insultante realidad afilada. Esa época dorada, suave y plena de horizontes es la infancia. Todos hemos soñado en ella y la hemos llorado desde fuera. Se dibuja como una isla extraviada, inaccesible, como un Edén bíblico. Escribió Luis Cernuda:

“Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Todo contribuía alrededor mío, durante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa familiar inmutable, los accidentes idénticos de mi vida. Si algo cambiaba, era para volver más tarde a lo acostumbrado, sucediéndose todo como las estaciones en el ciclo del año, y tras la diversidad aparente siempre se traslucía la unidad íntima.

Pero terminó la niñez y caí en el mundo. Las gentes morían en torno mío y las casas se arruinaban.” (Luis Cernuda, Ocnos).

Un niño es lo más parecido, en la realidad, al concepto ficticio de “dios”. Vive intensamente su eternidad particular, con la ignorancia beatífica de pensar que no terminará nunca, sin ser consciente de su propia naturaleza vulnerable. Es fácil comprender por qué Friedrich Nietzsche situó al niño como símbolo del “súper hombre”, de la cúspide de la evolución mental. Y lo afirma alguien que jamás ha sido particularmente amigable con la filosofía nietzscheana. Pero he de reconocer que, en este punto concreto, me resulta muy acertada.

Algunos niños –la mayoría, de hecho– están deseando crecer para alcanzar una libertad que ya poseen plenamente sin saberlo. Siempre digo que yo era una niña muy sabia, porque la idea de crecer se me antojaba inconcebible, terrorífica. El día antes de cumplir los diez años, le planteé esto mismo a mi madre y lloré, lloré mucho. Esperaba que algún meteorito mágico paralizara el tiempo y yo fuera niña para siempre. Pero también lo inimaginable se abre paso en la vida calladamente, como una sigilosa enredadera, o con forma de golpe súbito. La realidad se materializa en años, en tiempo, en pérdidas y cambios. Ningún Peter Pan vino a buscarme por la ventana para deslizarme con él a su universo detenido, Nunca Jamás, accesible desde la segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer. Tampoco estoy segura de que hubiese disfrutado demasiado escapando constantemente del Capitán Garfio y sus secuaces, en un mundo lejos de mis padres. Era una niña sabia, sí, pero poco aventurera. Eso no ha cambiado.

Hoy, cercana al momento de cumplir los veintinueve, me asalta una inquietud que procede de la idea de que, tal vez, no disfrutase plenamente de mis nueve años, a los que volvería con los ojos cerrados, por obsesionarme la idea de perder la infancia. Sin embargo, forma parte de la personalidad; en mi caso, es una reflexión o desdicha inevitable. Ya no sé si era tan sabia. Dentro de veinte años, lloraré recordando los veintinueve como una estación florida, álgida y frondosa. La esencia permanece a través de los cambios, de las pérdidas, de los sueños transformados. Sigo siendo la niña que lloraba por cumplir una decena. Y es que, como dice el célebre tango de Carlos Gardel, “veinte años no es nada”.

Sigo volando en sueños, aunque a veces los brazos parezcan atrofiados. Los sueños, a menudo, parecen más reales que esta realidad absurda en tantas facetas, descarnadas, donde las cosas no son como debieran, como siempre han sido. Donde el tiempo, soberano cruel, despliega sobre nuestras luces su látigo de derrota, sin darnos tiempo apenas de respirar, de recordar los paraísos perdidos, de saborear el presente y escupir las espinas, dejando solo los matices más dulces, los timbres más alados. Porque, paradójicamente, este tiempo que ahora parece afilado y sangriento lo recordaremos algún día con añoranza, valorando las cosas que ahora no vemos. Son los misteriosos filtros del reloj, de nuestra estúpida condición de seres temporales, aquella que no conocíamos cuando éramos niños.

Sigo volando en sueños. Tal vez, en uno de mis vuelos debiera detenerme camino al horizonte y emprender el camino que comienza tras la segunda estrella, a la derecha. Dudo mucho que el Capitán Garfio sea más terrorífico que los cuchillos de la realidad. Y, quién sabe; si los Niños Perdidos no me acogen entre los suyos, por ser yo demasiado mayor, quizá los piratas sean menos exquisitos.

 

Marina Casado

marinacasado.com

Marina Casado

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