Cuando yo alternaba en el ¡Viva Madrid! (establecimiento ubicado en el callejón de Manuel Fernández y González) brillaba sucio el zinc de la vieja barra bajo el fabuloso artesonado del techo y en la pared había una lámina con un grabado de Rafael Alberti. Muy cerca todavía estaba abierto el antiguo tablao Los Gabrieles, reconvertido en bar de copas para una modernidad que acababa sus noches bailando canciones de Raffaella Carrá en Torero.
(Y en Torero siempre estaba Javier Bardem ligando lo indecible y también Juanjo Puigcorbé antes de irse a Barcelona y mutarse independentista).
Ahora ¡Viva Madrid! se halla en proceso de resurrección de la mano de Diego Cabrera, que servirá cócteles exquisitos aunque no sé si volverán las oscuras golondrinas madrileñas porque la última vez que pasé por aquel mítico bar de mi juventud estaban dos turistas comiendo una paella de amarillento aspecto infame.
Pero Madrid sobrevive a una hecatombe nuclear y todo este prólogo patéticamente nostálgico sólo es una excusa literaria para defender que Manuela Carmena prohíba el tráfico excesivo en el centro de la ciudad y nos proteja de la polución.
El plan Madrid Central solivianta a muchas personas porque ya no podrán acudir en coche a la Gran Vía para comprar en Primark. Habría que recordar a dichas personas que para eso están los numerosos centros comerciales del extrarradio.
Añadamos que el tren de cercanías y el metro funcionan bastante bien en Madrid.
Es verdad que puede resultar algo molesto y, sin embargo, no hay otra alternativa para salvar la ciudad de una contaminación criminal.
Está sucediendo en Londres, París, Berlín.
Resulta un signo de los tiempos.
La polémica me recuerda a esas controversias tan hispánicas sobre la obligatoriedad del cinturón de seguridad o la prohibición del tabaco en los bares. El español cree que la libertad consiste en que nada perturbe sus (malos) usos y costumbres milenarias. Ya sea tirar una cabra desde el campanario o comer bocadillos de calamares con mayonesa semipodrida, práctica esta última que fue proscrita en las tabernas madrileñas e inspiró un furibundo artículo de Sánchez Dragó acusando a las autoridades sanitarias de liberticidas.
Madrid me mata, se decía en la Movida (escrito en neón).
De Madrid al cielo.
Los madrileños amamos Madrid en secreto y lo aborrecemos públicamente. Se reconoce a un madrileño porque profiere exabruptos sin medida contra su ciudad frente al forastero que la elogia.
Somos así.
Y, sin embargo, siempre acabamos gritamos ¡Viva Madrid!
Sobre todo al recordar aquellas noches bajo la advocación de Rafael Alberti, cuya lámina con palomas y su hermosa letra manuscrita desapareció de la pared igual que siguen sumergidos los esqueletos de los azulejos que adornaban Los Gabrieles.
Madrid nunca muere.
Daniel Serrano