“La princesa está triste,
¿qué tendrá la princesa?”
(Rubén Darío)
Me decía hace poco el poeta Andrés París que “lo peor que te puede pasar en la adolescencia es enamorarte y ser correspondido”. Llevo varios días dándole vueltas a esta polémica sentencia. En mi caso, he de confesar que nunca tuve dicha experiencia. Mi primer “amor correspondido” –léase con muchas comillas– ocurrió a los diecinueve, cuando mi ingenuidad me condujo a las garras de un embaucador que me hizo perder la fe en los cuentos de hadas. Supongo que, en cierto modo, yo era todavía muy “adolescente”.
Hasta entonces, me había enamorado tropecientas veces de ideales platónicos e imposibles, desde cantantes o escritores muertos, pasando por personajes de libros o de películas –¡ay, Sirius Black, Jim Morrison…!– hasta compañeros de clase que no me hacían ni caso, porque mi “antimétodo” de seducción consistía en que se me notara el interés lo menos posible, llegando al punto de mostrarme antipática y distante. Así somos los tímidos. Si a la timidez se le suma el dramatismo propio de un alma de poeta romántica –entendiendo el adjetivo “romántica” en su acepción original, como “propia del Romanticismo”–, el resultado fue una rica variedad de poemas atormentados y nebulosos, con tintes modernistas, muy a lo Rubén Darío o al Juan Ramón de los inicios: “La princesa está triste, / ¿qué tendrá la princesa?”. Todos los adolescentes con alardes de poetas se sienten muy a gusto en el Romanticismo y en el Modernismo. Lo que nos gustaba el drama.
Ahora, cuando leo aquellos poemas, no puedo evitar reírme un poco de mí misma. Hablaba de amor y de corazones rotos y de muertes en vida y creo que todo era necesidad de idealización y de inspiración poética. El amor –me refiero al no fraternal– es una cosa muy distinta y lo he empezado a conocer recientemente; hay quien no lo llega a conocer jamás. Pero qué tiernos resultan hoy aquellos poemas bañados de melancolía rubendarinesca, porque la princesa, ¡ay!, era tan feliz en realidad que tenía que inventar sus propios dramas. La princesa vivía intensamente sus ficciones líricas, que se desarrollaban exclusivamente en ese mundo interior revestido de silencio. Así somos los tímidos.
Comprendo que han sido necesarios todos esos años de idealizaciones, de amores platónicos plasmados en poemas –y en poemarios– que continuaron incluso cuando, a los diecinueve, aquel charlatán casi me hizo perder la fe en los cuentos de hadas. Han sido necesarios, digo, para formar mi universo literario y también el personal. ¿Qué hubiera pasado si de repente uno de esos compañeros de clase me hubiese correspondido? No lo sé. Pero conozco casos cercanos de relaciones que comenzaron en la adolescencia y, en los años siguientes, se acabaron rompiendo, porque ambos se dieron cuenta de que, en realidad, no tenían nada que ver el uno con el otro.
Sin embargo, no es el peor caso. Al menos, sirve para experimentar ese “primer amor adolescente” que yo solo conozco por libros y películas. El problema comienza cuando ocurren cosas más serias, cuando termina el juego y empieza la realidad. Trabajando en un instituto, es frecuente escuchar casos de chicas que, prisioneras de su propia ingenuidad, incurren en relaciones tóxicas donde son dominadas por su pareja. Dicha dominación puede producirse en varios grados: desde el novio que les vigila el móvil hasta aquel que no las deja salir con amigas, y pasar después a situaciones en las que surgen las amenazas físicas o verbales. Por suerte, no he conocido de primera mano experiencias en estos últimos grados, pero sé que existen.
Si los individuos dominantes son peligrosos en edades maduras, imaginemos en la adolescencia, cuando las personas son doblemente vulnerables por esa intensidad emocional con la que enfocan su existencia. La idea de “sufrir por amor” puede llegar incluso a contemplarse de forma positiva, imitando a los protagonistas de series y películas. Para evitar estas situaciones en la medida de lo posible, resulta fundamental la educación y la comunicación con la familia, que a menudo queda resentida cuando se alcanza la adolescencia.
Sin llegar a estos extremos, un amor adolescente puede ser perjudicial en otros sentidos, como el académico: cuando no existe más que la persona “amada”, los deberes y los exámenes pierden toda importancia. En todos estos sentidos, como me decía Andrés y contemplado desde la distancia, no resulta muy beneficioso ser correspondido cuando eres un adolescente. Algún lector afirmará que esta conclusión se asemeja peligrosamente a aquella moraleja de la célebre fábula de Samaniego, “La zorra y las uvas”, en la que el desdichado animalito, tras intentar alcanzar el ansiado fruto por todos los medios, se resigna, convenciéndose a sí misma de que, después de todo, no estaban maduras.
Personalmente, no tengo una opinión determinante. No creo que ninguno de mis objetos amorosos adolescentes –me refiero a los reales– fueran individuos peligrosos, y desde luego no era yo persona dada a descuidar mis estudios. A veces anhelo esas historias que no llegué a vivir, esos besos nunca dados. Sin embargo, por otra parte, no sé qué hubiera sido de mí y de mi amor en el mundo real, lejos del universo platónico de melancolía en el que me movía como pez en el agua. Y qué tendría la princesa…
Marina Casado
Marinacasado.com
Marina Casado