Diana había sido educada en un entorno plural, donde la educación y el respeto hacia los demás primaban por encima de todas las cosas. Así había crecido y así pensaba que el resto de sus congéneres se comportarían. Nada más lejos de la realidad.
Algo que llamó mucho su atención la primera vez que cogió el metro siendo apenas una niña, fue escuchar por megafonía el mensaje constante de “por favor, dejen salir antes de entrar”.
–Si son cuestiones más que lógicas. –Pensó. Pero más le llamó la atención que, aparte de la lógica y del reincidente mensaje, hubiera personas que no actuaran de esa manera y que accedieran al vagón empujando a los que trataban de apearse.
En otra ocasión, al ir a matricularse en actividades deportivas en el centro cívico de su barrio, leyó una nota en la puerta del despacho de administración que decía que las leyes sancionadoras serían de aplicación en caso de que algún funcionario sufriera insultos, vejaciones o agresiones por parte de los usuarios. Esto dejó completamente atónita a Diana que no entendía que pudieran proliferar comportamientos de ese tipo de manera que hubiera que poner incluso notas de advertencia.
A medida que Diana fue creciendo e interaccionando más con el mundo exterior, se dio cuenta de que, muy al contrario de lo que había creído, sus principios no eran universales en absoluto. Es más, su caso parecía una excepción porque las conductas contrarias eran las que estaban más extendidas.
Ver las noticias suponía un drama para ella, daba igual que el entorno fuera cercano o de lo más lejano; el mundo era un hervidero de sinsentidos: intolerancia, discriminación, odio, todo tipo de confrontaciones… ¿Dónde estaban los valores que se erigían en el centro de su vida y que ella siempre había practicado con sumo gusto? Se estaban perdiendo si es que alguna vez llegaron a existir realmente de forma generalizada.
El mundo de Diana se hundía bajo sus pies, al igual que la tierra sucumbía bajo el cambio climático provocado por la sinrazón de la especie humana, en clara sintonía con esa falta de valores tan patente.
Un día, iba conduciendo su coche por la cuidad cuando se paró ante un semáforo que se acababa de poner en ámbar, el coche de detrás estuvo a punto de chocar contra el suyo porque su conductor había tenido la clara intención de saltarse el semáforo a pesar de que un ámbar fijo fuera igual a rojo; la joven había bloqueado sus intenciones. Diana miró disgustada por el retrovisor, ese coche casi rozaba el suyo y su conductor tenía la cara desfigurada por la ira, se le veía abrir y cerrar la boca para proferir todo tipo de insultos que, por fortuna, ella no podía oír. Cuando el semáforo cambió a verde y antes de que ella pudiese reanudar la marcha, los pitidos del energúmeno no se hicieron esperar, quien clavó su dedo en el claxon de forma exagerada.
Diana no se lo pensó, puso la marcha atrás de forma brusca, pisó el acelerador y embistió al coche trasero en un arranque de ira. A continuación, salió del coche hecha una furia, abrió la puerta trasera donde llevaba su bolsa de deporte y sacó una raqueta que empuñó como si de una espada se tratara, mientras se dirigía al coche que acababa de embestir. La cara del conductor había pasado de la ira al asombro y, después, al miedo al ver que la joven iba directa hacia él raqueta en ristre.
–Vale, vale, tranquila. Creo que estás muy estresada. –Dijo el hombre cuando Diana abrió su puerta con los ojos fuera de sus órbitas.
–¿Estresada yo? Valiente hijo de la gran puta. ¿Estresada yo? Si eres tú el que casi me embistes con el semáforo en ámbar. Si eres tú quien ha empezado a pitarme cuando apenas el semáforo se acababa de poner en verde. Si eres tú el que al igual que otros tantos hijos de puta hacéis que este mundo sea una mierda y sacáis lo peor de los que intentamos lo contrario. Y eso es justo lo que tú acabas de hacer: sacar lo peor de mí.
El hombre cerró la puerta, echó marcha atrás y esquivó a Diana y su coche para reanudar rápidamente la marcha y escapar de esa situación. Daban igual los daños que tuviera su vehículo, lo que quería era salir de allí cuanto antes, el miedo era el que mandaba.
Diana vio cómo el hombre huía mientras poco a poco ella recuperaba la compostura y bajaba la raqueta, y mientras los otros coches la esquivaban también y la miraban sorprendidos, volvió a su vehículo y emprendió el camino de regreso a su casa. Una vez en el garaje, meditó sobre lo sucedido, parecía que hubiera llegado al límite, la situación la había sobrepasado y, a pesar del censurable comportamiento del otro conductor, su propia reacción había sido totalmente desmesurada.
En otros lugares del mundo, situaciones similares se producían continuamente y con peores consecuencias. La cuestión era que muchos de los que superaban ese límite, eran incapaces de volver atrás y, obviamente, mucho menos los que nunca llegaban a tener ni la más mínima mesura. El caos se desencadenaba irremediablemente y se extendía como la mecha de una bomba que tarde o temprano terminaría por explotar.
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