María siempre había sido una persona muy educada, no solo por la educación recibida por parte de sus padres, sino por su propia forma de ser, esa que se basaba fundamentalmente en la coherencia y en la empatía.
Ella cumplía a rajatabla con un decálogo que se había puesto muy de moda compartir por las redes sociales, pero que luego realmente practicaba muy poca gente. Es decir, cuando llegaba a cualquier sitio, saludaba, y lo mismo sucedía si se cruzaba con algún vecino o conocido por la calle. Cuando se marchaba de cualquier lugar, se despedía. Siempre que alguien se dirigía a ella, respondía, daba igual que le conociera o no, que fuera alguien que demandara su atención por cualquier motivo: pedir una limosna, una ONG en busca de nuevos socios, alguien entregando propaganda, una encuesta telefónica, etc. Siempre prestaba atención a quien le hablara y le trataba con toda la educación del mundo, aunque no respondiese a las expectativas esperadas por su interlocutor, que una cosa no quitaba la otra.
¿Y qué decir de las promesas? Algo tan fácil de romper en estos tiempos convulsos era algo que no iba con ella. Por eso, si quedaba en llamar, lo hacía; si le pedían un favor y se comprometía a ello, lo cumplía; y así con todo lo prometido por muy trivial que a simple vista pareciera. Y es que, además, tenía muy presente que lo que para algunos podía suponer una trivialidad, para otros podía ser un mundo.
Otra cuestión sumamente importante era no hablar sobre las cuestiones que desconocía, y es que sabía de mucha gente que tenía esa terrible costumbre de hablar desde la ignorancia, la cual ya se sabe que es muy atrevida y, por tanto, con tendencia a estrellarse contra el absurdo. En esos casos, María no solo no se pronunciaba, sino que trataba de aprender al respecto para que, si se daba el caso, no solo pudiera hablar con propiedad, sino también con la lógica que aporta el conocimiento.
En los temas en los que no era profana, María trataba de aconsejar y enseñar. No había nada más gratificante para ella que poder compartir sus conocimientos y poder asesorar a los demás. Lo mejor de saber era compartirlo con sus semejantes.
Si alguien le pedía ayuda, siempre le ayudaba en la medida de sus posibilidades. Eso sí, si esa petición provenía del egoísmo, la asertividad de María le permitía decir que no sin ponerse colorada. Ante el descaro de que le pidieran algo egoístamente, su tranquilidad en responder un no sin el más mínimo sentimiento de culpa.
También tenía la gran virtud de expresar sus sentimientos con facilidad. Si amaba, lo decía; si algo no le gustaba, también lo manifestaba, siempre desde el respeto. Abrazaba mucho, sonreía continuamente y vivía con intensidad cada situación sin temor a expresar sus emociones. Por fortuna, no había desarrollado esa absurda vergüenza impuesta por los convencionalismos sociales.
Cuando María sufrió su primera ruptura sentimental, le dolió mucho, como a cualquier persona que sigue amando a alguien que no le corresponde. Pero, tras el lógico “duelo”, fue capaz de asumirlo, y esa actitud le permitió superarlo con más rapidez de la que habría esperado.
Y algo especialmente importante, en los pocos casos en los que María ofendía a otra persona, aunque, como os podréis imaginar por lo que ya la conocéis, María no es una persona de ir ofendiendo por ahí, pues en esos casos, al ser consciente de su error, siempre se disculpaba de forma sincera.
Era considerada una persona excepcional por muchos, de hecho, los que la conocían la querían y le decían que no parecía de este mundo, porque, por desgracia, no era habitual encontrarse con personas como ella.
Cuando María se independizó, se compró un piso de segunda mano muy cerca de su barrio de toda la vida, pero como era de construcción antigua y de paredes finas, tenía el defecto de que se oían los ruidos de sus vecinos. Dado su civismo, ella intentaba ser cuidadosa con sus ruidos, especialmente a ciertas horas porque no quería molestar, pero viendo que sus vecinos de al lado no eran tan cuidadosos, habló con ellos para apelar a su buena convivencia. No hubo problema, estos fueron razonables y empezaron a ser cuidadosos también, así que los ruidos disminuyeron notablemente.
Sin embargo, esos vecinos se marcharon y llegaron otros porque se trataba de un piso de alquiler, así que volvió a ocurrir lo mismo, habló con sus nuevos vecinos que, de primeras, tampoco eran muy cívicos, pero el problema se volvió a solventar.
Cuando María ya había hablado con los vecinos de cuatro familias diferentes por la misma cuestión, llegaron otros que no gastaban de educación y respeto precisamente. A María no le quedó más remedio que insonorizar su dormitorio para poder descansar. Por fortuna, el ruido se atenuó bastante, pero no con motivo de la educación y el civismo, que habría sido lo ideal, sino por unos paneles aislantes y una inversión económica. En fin, una pena.
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