El pasado lunes 9 de diciembre, los diputados venezolanos Franco Casella y Wilmer Azuaje presentaron ante la Corte Penal Internacional, documentos que contienen pruebas de crímenes sistemáticos cometidos por el régimen de Nicolás Maduro. Las fotografías, que circularon por las redes sociales, son brutales einequívocas: muestran que José Alejandro Díaz Pimentel, Abraham Agostini, Daniel Soto, Jairo Lugo, Abraham Lugo, Lizbeth Ramírez (que estaba embarazada) y Óscar Pérez recibieron tiros de gracia por parte de las fuerzas militares del régimen que los asesinaron, durante lo que se conoce como “La masacre de El Junquito”. Los venezolanos recuerdan, no sin estupefacción, cómo Nicolás Maduro se ufanó ante las cámaras de televisión, que su orden se hubiese cumplido. Estas pruebas ratifican lo que ya sabemos: Óscar Pérez ofreció rendirse, pero el mandato que tenía la desproporcionada fuerza militar a cargo de la operación era irrevocable: había que asesinarle a él y cada uno de sus acompañantes. Y propinarles a cada uno, tiros de gracia.
Estas pruebas y testimonios no son excepcionales. Vienen a sumarse a las que ciudadanos, oenegés, expertos juristas en la materia de los Derechos Humanos, autoridades de varios países -Canadá, Argentina, Colombia, Paraguay, Perú y Chile-, y también la Organización de Estados Americanos -que entregó un informe elaborado por equipos del más alto nivel internacional, avalado por su Secretario General, Luis Almagro- han consignado para demostrar, bajo los parámetros técnicos que exige la Corte Penal Internacional, que en Venezuela se han cometido y se cometen delitos de lesa humanidad, que obligan a la apertura inmediata de un juicio.
Debo detenerme en un aspecto de lo dicho, cuya relevancia quizás no ha sido del todo adoptada por la opinión pública. Desde que fue creada en julio de 1998, como una decisión de la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios de las Naciones Unidas sobre el Establecimiento de una Corte Penal Internacional, es la primera vez que un Estado miembro -en este caso, seis Estados- solicitan a la entidad que investigue los crímenes cometidos en otro Estado miembro. La petición -y esto también tiene un carácter extraordinario- se fundamenta en tres informes: uno de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos; otro de la Oficina para los Derechos Humanos de la ONU; y un tercero de la Organización de Estados Americanos -OEA-. El conjunto ofrece un irrefutable conjunto de evidencias, sostenidas por sólidos criterios técnicos. La respuesta del gobierno de Maduro no ha sido la de detener o disminuir las conductas asesinas. Se ha limitado a decir que es una conspiración contra Venezuela, aunque en realidad, la petición va dirigida, en concreto, en contra la cadena de mando responsable de los crímenes.
El pasado 5 de diciembre, la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, a cargo de Fatou Bom Bensouda, publicó el informe anual correspondiente a situaciones en examen preliminar. Lo primero que hay que señalar, es que el estatus no ha cambiado: permanece sin avanzar. Está anclado en la fase 2, lo que hace patente que, para esa instancia, los hechos de Venezuela -que siguen produciéndose- no tienen prioridad. En otras palabras: no reconoce que se hayan cumplido las condiciones que autorizan a comenzar la fase investigación previa al juicio de carácter penal. Esta es, de entrada, la primera mala noticia para las víctimas, para los sobrevivientes y para los familiares de quienes han sido torturados y asesinados siguiendo rigurosos patrones procedimentales y de ejecución. Hay que señalar aquí que Fatou Bom Bensouda tiene un amplio conocimiento de los crímenes cometidos por los regímenes de Chávez y Maduro, puesto que antes de que asumiera su cargo actual -junio de 2012- ocupó el cargo de Fiscal Adjunta, desde septiembre de 2004. Significa que tiene 15 años al tanto de la tragedia venezolana.
Pero el retraso no es la única mala noticia. En el informe se escenifica una realidad político-social, completamente falsa: como una sociedad dividida entre dos fuerzas enfrentadas -la tesis que el régimen propagó a través de lobistas y agencias de relaciones públicas-, y no como lo que es: un poder delincuencial y asesino, dedicado a perseguir y a castigar a la sociedad entera. En el informe se habla, por ejemplo, de marchas multitudinarias a favor del gobierno. Es decir, de una realidad que no existe en los últimos cinco años. Se pretende, además, que la dirigencia opositora venezolana carece de apoyo en la sociedad venezolana. Algo que es un verdadero escándalo: ni una palabra de los más de 4 millones de personas que han huido del país.
La memoria jurídica presentada demuestra hechos sustantivos, que no pueden ser obviados por ningún observador, salvo que guarde alguna afinidad con el régimen criminal. Se demuestra que existe un plan elaborado al más alto nivel del poder venezolano; se demuestra que existe una cadena de mando, que va de los autores intelectuales a los ejecutores, que ha actuado en las olas represivas de los años 2014 y 1017; se demuestra que hay patrones de conducta que se repiten en el tiempo para violar preceptos como el derecho a la vida, a las libertades políticas, a la libre expresión y otros; se documentan los lugares y los espacios en los que se cometieron los delitos; se señalan, en la mayoría de los casos, a los integrantes de la cadena de mando; se establece, con evidencias indiscutibles, la relación entre los discursos de odio de los jerarcas del régimen y las acciones de violencia desproporcionada y criminal de cuerpos policiales, militares, paramilitares y otros órganos del Estado venezolano; se demuestra que estos crímenes tienen un carácter masivo y sistemático; se establece, con total claridad, que las responsabilidad no solo son por acciones cometidas, sino también por omisión.
Por lo tanto, responsablemente debo señalar: ojalá que este retraso no sea el preámbulo de una trampa tendida a las víctimas para evitar que se haga justicia. Y más: ojalá que no se esté construyendo una ruta para archivar las denuncias.
Miguel Henrique Otero