El auge de los bodegones en algunas ciudades de Venezuela – tiendas de alimentos y de una amplia diversidad de otros productos personales y para el hogar, todos importados-, durante el 2019, está siendo utilizado por los propagandistas del régimen de Maduro, como evidencia de que en el país se ha operado una especie de regreso a la normalidad. La exhibición de videos que muestran estanterías y neveras repletas de productos, además, conduce a una falsa inferencia: si el mercado ofrece tanta mercancía de la mejor calidad, entonces es posible suponer que los bienes básicos también deben estar disponibles para las necesidades primordiales de las familias venezolanas.
Todas estas premisas son profundamente distorsionantes. Al contrario: el fenómeno del bodegón es la más pulida expresión del modelo al que aspira el régimen de Maduro: un estado de cosas cuyo fundamento sea la más extrema desigualdad. Una sociedad dividida en dos: una inmensa mayoría dependiente de los paquetes de alimentos que venden los CLAP (que, durante el mismo 2019 del auge de los bodegones, ofrecieron entregas con cada vez menos productos, productos de la peor calidad), es decir, una mayoría sometida y dependiente de los comisarios que el poder y el PSUV tienen repartidos en todo el país; y una minoría, por debajo del 1% de la población, que tiene capacidad de compra ilimitada en esos bodegones. Hablo de personas que pueden pagar 8 o 9 dólares por un paquete de pasta de medio kilo, 25 dólares por 300 gramos de queso holandés, 45 dólares por un paquete de galletas danesas, 150 dólares por una bandeja de 225 gramos de jamón serrano, 500 dólares por un corte de carne de casi tres kilos de peso.
Estos precios no guardan relación alguna, ni con los costes de producción, ni con la operación comercial de llevarlos a Venezuela. ¿Por qué el régimen facilita la existencia de estos bodegones, donde los precios son absolutamente desproporcionados? Lo permite por la cadena de corrupción que media entre el vendedor de la mercancía en el punto de origen, y el cliente que, resignado, llega hasta la caja y paga un monto desquiciado, sabiendo que el producto no lo vale. Entre estos dos extremos, están los costos ocultos de la corrupción, los numerosos trámites y alcabalas que los comerciantes deben recorrer, y que impactan en el precio final del producto, de forma simplemente grotesca.
Pero esta economía de los bodegones, no es un hecho aislado. Vehículos cuyo costo sobrepasa los cien mil dólares, discotecas donde se paga 50 dólares por un trago, restaurantes donde el costo por comensal supera los 300 dólares, no solo contribuyen a construir esta fábula, sino que nos conduce a la obligada pregunta, ¿de dónde provienen los dólares que hacen posible estos enclaves -porque no son sino eso, enclaves, mínimos enclaves- que sirven a menos de 1% de la población venezolana?
Lo primero que debemos recordar es lo más obvio: Venezuela, que ha sido una economía esencial y exclusivamente petrolera, lo es cada vez menos. Chávez y Maduro han destruido a la que era la tercera empresa del mundo, hasta desmontarla al punto donde se encuentra hoy: cada día más improductiva, cada día más próxima al colapso masivo e irreversible.
Pero entre Chávez y Maduro hay una diferencia sustantiva: mientras el primero se dedicó a usar la renta petrolera para sus fines políticos -comprar voluntades diplomáticas en el hemisferio, financiar ilegalmente a políticos afines en América Latina y Europa, corromper a políticos e instituciones dentro y fuera de Venezuela-, con lo cual impidió que PDVSA cumpliera con el más elemental de sus requisitos, la reinversión en mantenimiento y nueva producción, Maduro ha dado un giro a esa política: ha convertido a Venezuela en una economía de blanqueo de capitales. El fenómeno del bodegón es la más más visible expresión, pero no la única, de la economía del blanqueo. También, pero en mucha menor medida, de la economía de las remesas. Porque a esto se ha reducido la que era la cuarta economía del continente: a un país que se sostiene de legitimar capitales y recibir remesas.
Se blanquea dinero proveniente de la extracción ilegal y destructiva de la Amazonia, de minerales diversos, operación que tiene al ELN como su principal socio y capataz. Se blanquea dinero del contrabando descarado de combustibles, maderas y especies exóticas de nuestra fauna. Se blanquean grandes cantidades de dólares y euros que ingresan como beneficio de las operaciones del narcotráfico, no solo de cocaína, también de marihuana y heroína. Se blanquea dinero de los pagos que hacen grupos terroristas del Medio Oriente, para que algunos de sus miembros reciban protección durante largas temporadas en territorio venezolano. Se blanquea dinero producto de la venta ilegal de petróleo en aguas internacionales, transacciones que se hacen en efectivo y que buscan evadir las sanciones de organismos internacionales. Se blanquean divisas, especialmente dólares, provenientes de los incalculables métodos que la corrupción ha desarrollado en Venezuela, y que ahora encuentran muchas dificultades para fugarse hacia otros mercados.
A modo de síntesis: los bodegones no son síntomas ni de bienestar ni de prosperidad económica. Son la guinda de la destrucción de las capacidades productivas del país, ahora suplantadas por una confluencia de negocios y actividades al margen de la ley.
Miguel Henrique Otero