Dos procesos están ocurriendo, de forma simultánea, en relación al estatuto de Venezuela como nación petrolera. Uno, de orden coyuntural, que consiste en la grotesca y estrepitosa caída de la producción en nuestro país, resultado de la corrupción y la destrucción sistemática a la que Chávez y Maduro han sometido a Petróleos de Venezuela -PDVSA- y al conjunto de la industria. Otro, de carácter estructural, que deriva del agotamiento, a escala planetaria, del modelo energético basado en las energías fósiles.
Una primera expresión de esta tendencia, es el auge de las energías renovables que se está produciendo en más de 90 países:
ingenieros, investigadores y centros científicos están buscando la solución a la pregunta, quizás la más acuciante para el futuro de la Tierra y la especie humana: cómo producir la energía que la civilización requiere, en los grandes volúmenes necesarios, reduciendo al mínimo o, todavía más, eliminando para siempre la utilización de petróleo, gas y carbón, y basándose, de forma exclusiva, en las energías renovables.
Aunque voceros de la industria petrolera mundial -también sus lobistas y comunicadores-, a menudo descalifican el potencial de las energías renovables para atender la enormidad de la demanda, lo cierto es que hay una búsqueda que no se detiene, que es constante el surgimiento de nuevas líneas de investigación y que, en muchos lugares del mundo, todavía en una pequeña escala, se están ensayando soluciones de distinta índole.
El cambio de vehículos impulsados por combustibles a vehículos eléctricos es solo una, el más visible e inmediato, de las novedades en curso. Ya están en funcionamiento tecnologías que hacen uso de la luz solar, la almacenan y tienen capacidad para atender a miles de hogares simultáneamente. Cada vez son más frecuentes los anuncios que hablan de inversiones y obras públicas en ámbitos como la energía eólica; las energías provenientes del sol, en sus distintas variantes: térmica, fotovoltaica y concentrada; las energías de origen hidroeléctrica; las de origen biocombustible; las provenientes del movimiento de las aguas del mar -la llaman ‘energía mareomotriz’-; las geotérmicas; los biocombustibles; las que provienen de la captura del calor ambiental; las que se originan en ‘tecnologías pasivas’, por ejemplo, causadas por las pisadas de los usuarios en estaciones y vagones de un metro.
La investigación sobre las baterías capaces de almacenar y distribuir energía se ha convertido en campo insólitamente habitado:
decenas de grupos están trabajando para mejorar su capacidad de almacenaje, reducir las pérdidas y aumentar su durabilidad. Las preguntas a las que están intentando responder los tecnólogos son este calibre: baterías para que un avión con 500 pasajeros pueda volar durante quince o dieciséis horas, o para que un barco de carga pueda navegar diez mil kilómetros con miles de toneladas de peso encima, o para impulsar un cohete que ponga en órbita un satélite alrededor de la luna, o todavía de mayor significación, para que un sistema de baterías que almacena energía solar durante el verano pueda responder a la demanda, durante los meses de invierno, de ciudades de dos y tres millones de habitantes.
A estos factores, hay que añadir tres muy destacados. El primero de ellos, los acuerdos a escala global (el de París del 2015 y los distintos protocolos ambientales que han sido aprobados): aunque su eficacia no ha sido la que esperaba, apuntan a objetivos que tienen la calificación de lo indiscutible y necesario. El segundo, el aumento de las regulaciones (como las decisiones que la Unión Europea ha tomado para descarbonizar la generación de energía, la producción industrial y la locomoción). Y el tercero, que tiene especial relevancia política y social, la expansión, en la opinión pública y los líderes sociales del mundo, de la preocupación por la crisis climática.
Hasta hace unos cinco años, era frecuente leer o escuchar los pronósticos de expertos y futurólogos: estimaban que la era del petróleo, que se puso en marcha en 1859, cuando Edwin Drake perforó el primer pozo en Pensilvania, entraría en declive alrededor del 2050. Las realidades han sido estrechando esos pronósticos: ya hay quienes hablan del 2030. Más inmediata todavía, en la propia industria petrolera se han generado estimaciones que sostienen que, entre 2024 y 2025 se producirá el punto máximo de la demanda mundial y que, a partir de ese momento, comenzará a producirse un paulatino declive.
Mientras la civilización avanza sin titubeos hacia la era digital y de las energías renovables, Venezuela no ha avanzado ni un milímetro, en las últimas dos décadas, en la diversificación de su economía. Hemos perdido años fundamentales, que tendrán un costo nefasto, ahora mismo incalculable, en las vidas de las próximas generaciones. No solo no se diversificó, sino que se destruyó lo que había de industria y de potencial exportador. La que fue una próspera nación petrolera es ahora un país empobrecido, cuya existencia depende de las remesas, de la seudo legalidad del arco minero, del contrabando de oro y otros minerales, y de los beneficios que genera la alianza del régimen con el narcotráfico.
El fin de la Venezuela petrolera está cada vez más próximo. De ello se desprende una urgencia: hay que diseñar un nuevo país, una forma distinta de producir y generar riqueza. Esto no puede seguir esperando. Venezuela no tiene tiempo. En lo inmediato hay que hacer ambas cosas: recuperar la industria petrolera y alcanzar un rápido y duradero acuerdo político, social y económico, sobre cuáles podrían ser los fundamentos de la nación post petrolera.
Miguel Henrique Otero