La hambruna en Venezuela, cuya firme expansión viene produciéndose desde el 2014, ha sido planificada. Para hacerla
posible, con la extensión e intensidad con que está ocurriendo ahora, ha sido necesario planificar y ejecutar, por más de dos décadas, un plan que ha incluido enunciados populistas, destrucción productiva, acciones militares y paramilitares, así como un feroz y permanente activismo comunicacional.
Chávez instauró el marco político para la hambruna, cuando en el 2000, para justificar la puesta en marcha del primer gran proyecto de corrupción dirigido a los bolsillos de un grupo de militares, el Plan Bolívar 2000, comenzó su campaña a favor de una supuesta ‘Seguridad Alimentaria’, que mantuvo hasta su muerte en el 2013.
No sabíamos los venezolanos que la irreversible maquinaria del hambre se había puesto en movimiento, desde entonces.
El plan continuó: fueron expropiadas fincas productivas en distintas regiones de Venezuela. Se establecieron controles para la importación de semillas y también de productos terminados. Una y otra vez se firmaron decretos para imponer precios a los alimentos, muchas veces, por debajo de su precio de costo, lo que acabó con centenares de empresas del sector. Se crearon controles relativos al almacenaje, los traslados, la distribución y venta de alimentos. Se
nacionalizaron frigoríficos, se tomó el control de Agroisleña, empresa clave para la importación y venta de insumos para el sector agrícola, y a continuación destruirla en un tiempo récord de semanas.
Se crearon numerosos organismos con el único propósito de obstaculizar la producción e imponer costos operativos a las empresas. El país se llenó de comisarios que han aprovechado y aprovechan sus credenciales y el poder que les delegó el régimen para amenazar, insultar y extorsionar a las empresas. Muchas de ellas, que nadie lo olvide, fueron sometidas al asedio de hordas de milicianos inflamados por la impunidad, que llegaron al extremo de golpear y amedrentar a trabajadores de esas empresas. Centenares de ellas han sido robadas por las autoridades: se les ha confiscado mercancías en almacenes, carreteras y hasta al pie de las líneas de producción, siempre formulando acusaciones fuera de toda lógica, como las de acaparamiento. El 17 de enero de 2003, cuando el entonces general, Luis Felipe Acosta Carles, frente a las cámaras de televisión eructó en la cara de los reporteros que lo rodeaban, y
dijo, “esto va pal’ pueblo de Venezuela”, quedó instaurado el que sería, a partir de ese instante, el tono con que el poder actuaría en contra de empresas y empresarios, pero de forma enconada y recurrente, hacia las que actúan en el ámbito de alimentos: desprecio sistemático.
La persecución con que, primero Chávez y ahora Maduro, han sometido a Empresas Polar, a sus propietarios, a sus gerentes y a sus trabajadores, tiene las características de una serie de terror (la guerra del régimen contra Lorenzo Mendoza y sus empresas, que muy pronto tendrá que narrarse en un libro, debe ser uno de los capítulos más emblemáticos de cómo el resentimiento, la envidia, la incompetencia y el fracaso, se concentran en una política de odio hacia un conglomerado productivo, para evitar que el mismo mantenga, no solo su relevancia productiva en Venezuela, sino, sobre todo, su rol poderoso simbólico).
No solo han destruido lo que existía -producción, empresas, maquinarias, infraestructuras y empleos-, sino que las propias creaciones del régimen, sus pervertidos y fracasados proyectos para importar y distribuir alimentos, solo han servido como fuentes y mecanismos para facilitar descarados métodos de robo y pillaje.
Mercal, Pdval, Abastos Bicentenarios y otros mamotretos pertenecen a la escandalosa cadena de falsedades, corruptelas y engaños, con que han saqueado el patrimonio público. La hambruna programada continúa siendo uno de los más recurridos focos de sobreprecios, compra de alimentos en mal estado, contrabando, lavado de dinero y corrupción.
Las consecuencias de estos hechos han causado alarma mundial: en dos años, entre 2016 y 2018, los venezolanos perdieron más de 8 kilos de peso, en promedio. Solo las remesas familiares impidieron que la enfermedad y la muerte lograran tasas todavía mayores. Dos tercios de la población padecen problemas de subalimentación. La mitad de ese total, equivalente a un tercio, sufren condiciones de hambre.
Al país sin producción y con su sistema agroindustrial intervenido por funcionarios mafiosos y corruptos, militares y civiles, se le suma ahora la falta de combustibles para operar y transportar los productos. A esta hora, en las menguadas regiones productivas del territorio, se están pudriendo las cosechas porque no hay diésel ni
gasolina para transportarlos hasta almacenes y centros de distribución. Pero hay más: los abusos y controles han roto la cadena de producción. No se han importado semillas para la próxima cosecha de cereales. Los testimonios de los productores son inequívocos: ni siquiera han preparado sus tierras. No tienen cómo mover sus tractores ni maquinarias. El anuncio de nuevos controles de precios significa, desde ya, que el gobierno se propone robarles el trabajo: pagarles mal o expropiarles si lograran producir.
Pero la destrucción sigue: intervienen la actividad de Alimentos Polar con el objetivo de imponer control de precios, en medio de la escalada de la hiperinflación, con lo cual, paralizan la única red de distribución en todo el país, capaz de alcanzar alrededor de 90 mil puntos de venta. Las recientes medidas conducirán al país, en tres o cuatro meses, a situaciones de hambre cuya extrema gravedad ni siquiera podemos vislumbrar hoy.
Hay que parar esta inminente tragedia. Hay que pararla ya.
Miguel Henrique Otero