jueves, noviembre 21, 2024
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COVID 19: La derrota de los generales

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Dice un memorándum del 23 de julio, emitido por la Dirección de los Servicios Para el Mantenimiento del Orden Interno, de la Guardia Nacional Bolivariana -publicado por Tamara Suju en su cuenta de Twitter-, que a los funcionarios que se contagien de COVID 19 se les abrirá un expediente y sancionará “severamente”, puesto que el incremento de los casos “podría estar sucediendo por la falta de aplicación de las medidas preventivas”. En otras palabras: la promesa militar consiste en que a los enfermos se les castigará por enfermarse. 

 

A comienzos de la semana pasada, solo en la Gran Caracas, el régimen de los generales anunció la instalación de 430 “barreras de contención”, que impiden la circulación peatonal y de vehículos. Esta medida no es otra cosa que el agravamiento, que la intensificación extrema de la repetida e ineficaz solución que el militarismo en el poder está tomando para perder “la guerra” contra la pandemia. Porque de eso se trata: de una flagrante derrota: mientras todo esto ocurre, la propagación del COVID 19 continúa imparable y en ascenso, el número de contagiados y fallecidos crece a diario, los centros hospitalarios marchan, “a paso de vencedores”, hacia un peligroso colapso.

 

La fallida política de paralizar el funcionamiento de la sociedad con puntos de control, alcabalas y las mencionadas barreras, no ha sido la única. Los generales han creado caóticos regímenes de horarios de circulación, que vulneran las más elementales necesidades de las familias pobres del país -hablo de más de 90% de la población- que deben salir a diario de sus casas a buscar alimentos y algo de dinero para paliar sus necesidades básicas, porque no tienen los recursos mínimos suficientes para disponer de un almacén ni siquiera para un período de dos o tres días. 

 

Han cerrado las operaciones de las oficinas públicas, suspendiendo así la obligación que tiene todo Estado de responder a las consultas de los ciudadanos y de tramitar las diligencias administrativas o de otra índole exigidas por la ley. Simultáneamente, han montado un lucrativo negocio en dólares, basado en una múltiple operación de robo, venta fuera de registro y reventa de gasolina y diésel, en las que están implicados centenares de militares, funcionarios operadores de la distribución de combustibles, autoridades locales y nacionales. El resultado es obvio: cientos de miles de familias que no tienen cómo movilizar sus vehículos, porque no están enchufados a la dolarización de la economía.

 

La otra política que el régimen ha puesto en marcha ha sido la de vulnerar el imprescindible derecho de las personas a conocer las realidades de la pandemia. Por una parte, han puesto en práctica un plan que falsea los hechos y minimiza las cifras de lo que realmente está ocurriendo. Quien haya seguido, día a día, los partes de los voceros, las declaraciones de otros funcionarios, los informes de las autoridades de los hospitales y los responsables de las áreas de salud, y confronte esa quincalla de datos con los testimonios de médicos, paramédicos, enfermos y trabajadores de los centros de salud, puede concluir por sí mismo: han montado un gigantesco programa de mentiras, monstruo de mil cabezas en el que nadie cree, ni siquiera los propios miembros del PSUV. Han logrado que los datos sean risibles o simplemente carentes de  cualquier utilidad.

 

La otra política ha sido y es la de perseguir a quienes informan: se detiene a periodistas, médicos, paramédicos o a simples ciudadanos solo por informar de la pandemia o por compartir testimonio de experiencias propias o de familiares. El expediente de casos es cada día más abultado. Aunque la enfermedad afecta o amenaza las vidas de todas las personas sin excepción, el militarismo pretende que no se hable de ella en público, que la pandemia del COVID 19 sea envuelta en una pandemia de silencio. Pero, insisto, todo esto es vano: no solo se sigue hablando e informando sobre el virus, sino que los casos y sus víctimas continúan aumentando de forma irremediable. Las declaraciones de médicos y expertos virólogos, el documento de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales -entidad que recibió amenazas por parte del teniente Cabello-, las proyecciones que han hecho investigadores de las universidades nacionales, los reportes del equipo de salud de Juan Guaidó, no se han equivocado. De hecho, en la mayoría de los casos, las peores estimaciones han sido sobrepasadas: el virus campea a sus anchas y ya alcanza a los propios autores de las prohibiciones.

 

Las políticas de los generales para afrontar el COVID 19 -prohibir, paralizar, ocultar, inmovilizar, desinformar, detener, reprimir- no han producido resultado alguno, porque violan derechos humanos fundamentales y porque carecen de sustento en la realidad: llevan consigo la pretensión de imponer un orden ajeno a los hechos y ajenos a las necesidades de las personas.

 

No funcionarán las medidas porque no hay un sistema sanitario que lo respalde. No hay hospitales con agua y con los mínimos recursos necesarios. No hay garantías de que habrá suministro eléctrico mientras los pacientes reciben atención en las escasas unidades de cuidados intensivos. No hay mascarillas, ni guantes, ni batas y gorros desechables, como tampoco desinfectantes, limpiadores y geles, ni mucho menos medicamentos que suministrar a los contagiados que logran ingresar.

 

Tampoco hay ese bien esencial, el que debería ser el más primordial de todos, que es el propósito en la alta jerarquía del régimen militarista, de salvar vidas al costo que sea: no hay solidaridad, ni empatía con el sufrimiento de las familias, ni les importa la situación de hambre creciente, ni mucho menos entienden por qué padres y madres están obligados a salir de sus casas todos los días en búsqueda de algo de comida. Todo eso está fuera de su campo de intereses. Por eso instruyen a los cuerpos armados a que paralicen y silencien el país, para así obtener la tranquilidad necesaria que les permita seguir robando, sin que nada perturbe el objetivo de engordar el botín.

Miguel Henrique Otero

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