Un año sin fiestas, en el que la economía se va al carajo al mismo ritmo vertiginoso en el que decaen las ilusiones y los ánimos, o en el que la corresponsabilidad se escapa por el sumidero cuando tantos no pueden renunciar a fiestas y botellones ni aunque causen muertos.
Un año en el que el “pobre de mí” se lleva entonando desde el mes de marzo y lo que nos queda. Donde los carnavales quedaron como un lejano recuerdo cuando el virus ya estaba en ebullición, pero muchos no queríamos saberlo.
Un año en el que hemos estado casi cien días confinados aplaudiendo puntualmente al personal sanitario, pero que, en el momento en que pudimos salir, hemos dejado completamente de lado, olvidado, cruelmente vendido y vilipendiado.
Un año sin fiestas, en el que hemos cambiado la bebida y la tapa en la verbena por la mascarilla y el gel hidroalcohólico, aunque algunos lleven la mascarilla en el brazo de adorno.
Un año de abrazos y besos perdidos, de sonrisas virtuales, de distancias insalvables a pesar de la paradójica cercanía, muchos de los cuales jamás podrán ser recuperados. Un año en el que demasiada gente ha muerto sola o, con suerte, acompañada, pero de un extraño que tenía que tragarse sus emociones tras un EPI inadecuado.
Y todo por una pandemia que creíamos tan lejana que apenas nos salpicaría, pero que nos ha calado hasta casi ahogarnos, y eso que todavía la tormenta no ha pasado ni apenas se vislumbran los efectos de este naufragio.
Es lo que implica juntar un mundo global con una grave pandemia, que no se puede quedar a nivel local la explosión de la pólvora cuando la mecha se expande por toda la tierra. Que por mucho que nos creamos estar dentro de una burbuja europea, debemos asumir de una vez que esta reventó al brillar por su ausencia.
¿Y ahora qué? Pues más de lo mismo, no aprender las lecciones por enésima vez y, por supuesto, echar las culpas (y toda la mierda posible) al de al lado, que la autocrítica nunca nos ha caracterizado y menos lo iba a hacer ahora con la que se ha liado. En tiempos donde el discurso del odio ha venido para quedarse, nada mejor que una pandemia para alegría de lamentables cerebros que ya eran previamente inflamables.
La historia de la humanidad siempre se ha caracterizado por fomentar más lo que nos separa que lo que nos une, no hay más que echar un vistazo a cualquier conflicto, da igual el que sea. Ahora esta pandemia nos une, pero a la vez nos separa, es ese binomio de solidaridad-egoísmo que siempre prevalece, son las dos caras de una misma moneda que nos hemos empeñado en acuñar desde siempre.
Para algunos (o para muchos, desgraciadamente), el año 2020 será recordado como el año que nos quedamos sin fiestas, pero no por el drama para feriantes, hosteleros, músicos y demás colectivos afectados, sino por los bailes que nos han sido arrebatados. Ya se sabe que aquí no podemos renunciar a la fiesta ni aunque el resto del mundo se esté cayendo a pedazos.
SagrarioG
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