jueves, noviembre 21, 2024
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EL VENDEDOR DE ROSAS

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Camina lentamente, sin prisa. Es delgado y de corta estatura. Posee una cara afilada y morena. Viste de trapillo, ropa usada que compra en el rastro los domingos por la mañana. Hace tiempo que llegó a España desde Bangladés, su país natal, en una patera que pagó a precio de oro en Melilla, pero aún continua sin papeles, ni se los van a dar.

Sale de noche, haga calor o frío. A esas horas tiene menos posibilidades de ser detenido por la policía. Paradójicamente, los que le han explotado desde que llegó a este país, han sido compatriotas suyos, que le dieron trabajo de esclavo a cambio de comida.

Lleva en sus manos un ramo de claveles rojos y blancos que ofrece a los clientes de bares y discotecas, con la esperanza de que algún enamorado le regale una flor a su novia, una joven con piernas de nácar y pecho turgente.

Saca unos cuantos euros cada jornada, con los que paga el piso que comparte con unos paisanos, aunque hay días que acude al comedor social para comer.

A sus padres, allá en su lejano país, les manda cartas contándoles lo bien que está aquí. Que tiene trabajo y que pronto montará su propio negocio. Son cartas piadosas desde el paraíso.

Le gusta mucho entrar en los garitos del centro porque se deleita contemplando a muchachas hermosas, con minifaldas de vértigo y piernas larguísimas que bailan al son de la canción de moda.

Sabe que es invisible, que ninguna se fijara en él, que no es más que un desgraciado inmigrante y ademas bajito. Pero cuando a las siete de la mañana se acuesta en el jergón que hace las veces de cama, sueña. Y sueña con una hermosa chica que le mire. Que le mire y le sonría. Eso sería suficiente para ser feliz durante unos instantes. Suficiente para olvidarse de la decepción que marco su vida creyendo que existía la tierra prometida.

Y así, cada noche vende claveles rojos y blancos, esperando que alguna vez una cara de hada le sonria y le diga “Hola”, y a continuación le saque a bailar una bachata donde pueda cogerla de la cintura y mirarle a los ojos.

Con eso sería suficiente.

José Romero

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