A estas alturas, ya casi nadie recordará aquel chotis de ritmo alegre y letra siniestra que hizo furor en aquel Madrid decrépito de 1945, a pocas semanas de la rendición del Japón. Con un estribillo cantarín, invitaba a dar vuelta tras vuelta bien apretados, pero eso sí, sin salirse nunca de la baldosa. Decía algo así como: Hiro-Hito, recapacita un poquito: para una vez que te han apuntado, te han pulverizado… Concluía además, como casi todos los chotis de buena raza, con una frase atinada y de lo más certera: … y dice mi primo Arturo, que es pirotécnico de fama aquí en Madrid, que la bombi atómica, a la kermesse de Chamberí…
La bomba que la aviación americana ha lanzado sobre algún remoto paraje del lejano Afganistán, no es comparable, al parecer, con la bomba atómica aunque sus efectos resultan igualmente espeluznantes. El radio de destrucción que provoca es de más de un kilómetro y medio. Para hacernos una idea de esa magnitud, podríamos imaginarnos que si esa bomba se lanzase sobre la Puerta del Sol, la destrucción total llegaría hasta el barrio de Salamanca, por un lado, y hasta Aluche por otro, dejando Chamberí, tan pulverizado como de Hiro-Hito decía el chotis.
El acrónimo que da nombre a esa tremenda bomba responde, para colmo de mal gusto bélico, a un burdo juego de palabras con el que los mandos militares han creído ser ingeniosos. Copian aquellos excesos verbales de la época de Sadam Hussein durante la guerra de Iraq, en el que su ministro portavoz, con una fe y un entusiasmo realmente admirables, cuando ya Bagdad estaba en manos de las tropas internacionales, repetía que todo iba a las mil maravillas y que pronto asistiríamos a la madre de todas las batallas, que concluiría con la inevitable derrota americana.
A lo largo de la Historia se han conocido bombas terroríficas, algunas más efectistas que efectivas, al buscar no tanto la destrucción del enemigo como la de su moral de combate. Tal fue el caso de los descomunales obuses que, con más estruendo que puntería, intentaba lanzar sobre París aquel cañón mítico bautizado como la Gran Berta. De la misma manera, las primeras bombas volantes fabricadas por el ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, los famosos misiles V1 y V2, aterrorizaban a las indefensas poblaciones de Bruselas, Gante y Londres, más que por su puntería, por el siniestro sonido que hacían al quedarse sin combustible y caer al azar sobre cualquier lugar.
Tal vez los americanos, al lanzar esa bomba siniestra, no hayan buscado tanto acabar con los miembros del Estado Islámico como recordar al mundo que disponen de un arsenal formidable, digno sin duda de que, si es que en el mundo queda algún compositor de chotis algo macabro, utilice el nombre de la nueva bomba para componer un nuevo ritmo bailable en la pradera de San Isidro.
Ignacio Vázquez Moliní