En la literatura, como en la realidad cotidiana, a menudo tenemos que enfrentarnos con personajes despreciables. Muchas veces se trata sólo de esquivarles, como cuando esos sujetos no ocupan las páginas principales de una narración ni tampoco los resortes del poder, grande o pequeño, que pueden afectar, poco o mucho, a la vida de los demás.
Hace unos días leía en las páginas de un periódico que cierto dentista, no recuerdo si irlandés, había sido condenado por entretener sus pervertidos ocios en arrancar, inmisericorde, las piezas dentales, hasta entonces perfectas, de los sufridos clientes que depositaban su confianza en el pretendido buen hacer de tan siniestro sujeto.
Es mucho más común, sin embargo, el caso de aquellos individuos que habiendo alcanzado un cargo público se aprovechan del funcionamiento renqueante de nuestras instituciones no sólo para obtener beneficios personales sino también para amargar todavía más la vida a sus administrados, movidos por un afán sádico que únicamente se explica desde la perspectiva del psicoanálisis freudiano. Algo parecido ocurre con aquellos que, desde una posición de poder, ya sea en el seno familiar, en la enseñanza, o en tras los muros que limitan la libertad de muchos, abusan de cuantos pueden movidos por la miseria moral de su propio comportamiento ruin.
Todos recordamos, por ejemplo, el caso de aquel político que no sólo dilapidaba los recursos públicos y robaba a manos llenas sino que, para colmo, imponía a sus conciudadanos la visión esperpéntica y chabacana de su propia imagen rufianesca inmortalizada en una estatua de tamaño desmesurado. Cómo no mencionar también el caso de aquel padre que no hace tanto, para hacer más daño a su antigua pareja, asesinaba fríamente a sus hijos, o el de esos educadores que, una y otra vez, regresan a las páginas de actualidad al descubrirse que abusaban de sus alumnos.
La literatura también nos ofrece personajes deleznables de una maldad extraordinaria.
La literatura también nos ofrece personajes deleznables, quizás no tan perversos como los reales, pero sí de una maldad extraordinaria. Serían muchos los ejemplos que uno podría mencionar, aunque tal vez existe uno que condensa todo lo que de maldad en estado puro llega a destilar el ser humano. En efecto, como ya he mencionado en alguna otra ocasión, en las no muy numerosas páginas de esa extraordinaria novela de Graham Greene que es El doctor Fischer de Ginebra, se resume en un único personaje toda la miseria moral de la Humanidad, amparada en el poder absoluto que ejerce sobre los demás y que está basado, no tanto en su desmesurada fortuna, como en la utilización perversa de esa ambición rastrera que comparten todos y cada uno de los invitados que reúne para llevar a cabo sus brutales experimentos.
Ignacio Vázquez Moliní