Un imputado que lleva años bajo la lupa de los tribunales me ha confesado hasta qué punto es consciente de la poca credibilidad que tiene. Me ha dicho que lo nota con cada persona con la que habla. Me ha admitido que él se da perfecta cuenta de cómo su interlocutor le escucha con atención, pero luego lanza comentarios que vislumbran desconfianza.
No es fácil vivir así un día, pero mucho menos hacerlo durante un prolongado periodo de tiempo. Los procesos de instrucción duran a veces seis o siete años, lo que hace prácticamente imposible mantener el ánimo de forma constante. Los imputados también son personas, por mucho que hayan sido en el pasado.
«Ni siquiera mi propio abogado me creía«, me ha revelado visiblemente resignado. «Ahora, tras muchos años, ya sí me cree», ha añadido antes de mirarme a los ojos para preguntarme si yo mismo le creía o no. Por suerte o por desgracia no es el primer imputado con el que me topo profesionalmente, lo que me ha permitido responder con osadía.
«Yo creo en un estado de derecho en el que se respete la presunción de inocencia; si a ti ni siquiera te ha juzgado todavía un juez, cómo voy a tener yo el atrevimiento de hacerlo», le he respondido. «Yo creo en un sistema en el que se respete tu derecho a disponer del mejor abogado que pueda defenderte en sala y también del mejor abogado de la opinión pública», he agregado con el descaro que empiezan a dar ya los años en la mochila.
Pero era lo que pensaba. No importa si yo te creo o no, sino que tú tienes derecho a tener a alguien que te sepa defender. En el terreno de la opinión pública se libra la batalla de la reputación y es necesario utilizar todas las armas que permite la legislación y que están a tu disposición. Si no, las reglas de este juego derivan con facilidad en que alguien que robó unas cremas hace años sea condenado tiempo después por sus conciudadanos en una suerte de tribunal popular general y se vea obligado a dimitir.
Si los tribunales se guían por la ley, que prevé penas proporcionales a los hechos demostrados, en la opinión pública rigen otras normas. El error, la falta o el delito no contemplan un castigo de la misma dimensión. No. Todo dependerá de si el personaje o la empresa caen bien o mal, de si en ese momento la sensibilidad general valora determinadas cosas, de que en ese momento no haya otras noticias, de que un ‘influencer’ opine sobre el tema y multiplique su repercusión con un determinado enfoque y de decenas de incontrolables factores más.
El mensaje llega en ocasiones exagerado al público, que no tiene más remedio que creer lo que escucha, pues nadie puede vivir en constante incredulidad con todo lo que le rodea. Cuando el imputado, sin embargo, cuenta su versión y convence, es posible que durante los primeros minutos se tambaleen los cimientos de la historia que cada uno tenía en la cabeza. La sospecha, sin embargo, seguirá ardiendo en el corazón del oyente. «Algo seguro que hay«, pensarán muchos incluso tras escuchar la película de boca del protagonista, que por supuesto notará la incredulidad como un sabueso, porque es su especialidad.
Roberto Ruiz Ballesteros es periodista, director de Ballesteros Comunicación de Litigios, profesor en la UC3M y en el Máster de Periodismo El Mundo.