viernes, noviembre 22, 2024
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El confinamiento motiva a personas sin hogar para mejorar su situación social

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«En estado de alarma sí que me siento cada noche que paso en la calle, pero por miedo a lo que pueda ocurrir. Y no aquí, que estamos como en un hotel», relata Javi  protegido por una mascarilla que no impide ocultar la mirada ‘rasgada’ de quien acumula más de la mitad de su existencia pernoctando en sucursales bancarias.

El revés del encierro obligado se está convirtiendo en una ventana positiva para él porque, además de contar en el albergue con todas las necesidades básicas de alimentación, medicamentos y mobiliario, en su cabeza se está produciendo ese «punto de inflexión» necesario para detectar el tipo de vida que en realidad desea cultivar.

«He escuchado la voz interior y me he encontrado a mí mismo gracias al respaldo de los trabajadores sociales del centro y al cariño de compañeros. Ahora quiero luchar para que el suelo del cajero ya no sea una opción», subraya.

Y es que Javi, acostumbrado a estar aislado socialmente, ha aprendido en tres semanas a expresar sus sentimientos dentro de un tipo de confinamiento en el que se considera «importante» al servir de apoyo a otros y, asimismo, foco de atención de los demás.

«Coincidir en este escenario sin aditivos con personas que conoces de la calle es otra película, porque te das cuenta de que el malo no es tan malo y todos merecemos segundas oportunidades», sostiene.

Prefiere olvidar cómo acabó hundido tras crecer dentro de un entorno desestructurado. En este momento ansía una resintonización con la sociedad encontrando «un trabajo, un hogar y, si es posible, retomar una familia».

Un deseo que también comparte Sara, otra interna que llegó al albergue, junto a su pareja, a través de los servicios sociales tras quedarse sin dinero debido a una concatenación de desgracias. Ante la imposibilidad de poder pagar la mensualidad del alquiler del piso en el que residían, los dos fueron obligados a abandonar su hogar justo antes de que se decretara el estado de alarma.

Hija única, Sara nació hace 39 años en el seno de una familia obrera estructurada, pero reconoce que «el camino se torció» cuando creció y su madre le «soltó de la mano».

Fruto de una relación anterior concibió una hija, que ahora tiene 9 años, a la que dibuja una realidad diferente para no preocuparla y, al igual que Javi, su paso por el albergue le está marcando «un antes y un después» en su proyecto de vida.

«Tengo una frustración que me mata, porque necesito demostrar que soy capaz de tirar para adelante y rehacer mi vida en familia pese a todas las circunstancias negativas», remarca con rabia.

Mientras llega ese momento, Sara participa en los quehaceres del albergue y con su alegría da la bienvenida a los nuevos compañeros que cada día llegan a las instalaciones procedentes de distintos rincones de Cantabria.

«Hay gente muy dispar, de diversas nacionalidades y etnias, pero nos sentimos como una gran familia y, aunque hay alguna oveja que despunta, no se ha producido ningún conflicto entre nosotros», aseguran Javi y Sara.

Para favorecer ese orden, los trabajadores sociales que cuidan a los residentes han establecido unas «mínimas normas» de convivencia basadas en el respeto hacia los demás, la higiene para prevenir contagios por coronavirus y el mantenimiento de rutinas horarias.

«El resto del tiempo tienen total libertad para pasear por las amplias instalaciones con jardines, hacer deporte, ver la televisión o participar en los talleres que se organizan», detalla la coordinara del centro, Sofía Gómez, quien forma parte de la asociación Nueva Vida.

El Gobierno de Cantabria cedió el albergue juvenil a esta ONG para que atendiera a los colectivos vulnerables que no pueden estar en la calle tras el decreto del estado de alarma por Covid-19.

«En Solórzano estamos ya a tope de ocupación e incluso hay una especie de lista de espera», apunta la educadora social, un hecho que recientemente ha motivado la apertura de otro hospedaje en Santiurde de Toranzo.

Sofía confiesa que para los trabajadores y voluntarios también está siendo una experiencia enriquecedora por el «cariño» y los gestos de «agradecimiento» que les brindan.

«En la mayoría de los casos son personas marginadas y la sociedad debe hacer un esfuerzo por incluirlas en su seno, porque todos tenemos los mismos derechos», defiende la coordinadora, y aboga por aprovechar la disposición que algunos presentan en base a cambiar «ese estilo de vida que tenían como normalizado».

Sobre todo, Javi lamenta con ojos llorosos el «desprecio» recibido cuando su único «refugio» era una manta sobre la que se sentaba a pedir dinero para poder subsistir. Por ello, confía en que la crisis sanitaria sirva también para abrir conciencias y construir «entre todos un mundo mejor» para los colectivos vulnerables.

«Ya no lo digo tanto por mí, sino por el resto de mis compañeros que se están muriendo fuera sin recibir esta oportunidad», sentencia.

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