Que la muerte de Ramiro Fonte me haya pasado desapercibida durante más de dos semanas puede ser síntoma de una desconexión personal con el mundo que sólo a mí debería preocuparme, pero creo que constituye un indicio de algo mucho más grave: la implosión de una cultura generacional que, hace veinte años, había conseguido sobreponerse al ancestral carácter apartadizo de los núcleos provinciales de las literaturas españolas, pasando por encima de las diversidades lingüísticas. Lo que hacíamos, lo que escribíamos en nuestros rincones castellanos, andaluces, gallegos, catalanes, vascos, etcétera, nos interesaba recíprocamente. Habíamos forjado una verdadera comunidad, algo que describió otro poeta desaparecido, Javier Egea, con una fórmula optimista y ambiciosa dentro de su modestia irónica: un pequeño pueblo en armas contra la soledad. Hoy, ese pequeño pueblo ya no existe. Quienes lo componían se han ido replegando a sus bastiones originarios, de los que, ciertamente, extraíamos fuerza e inspiración, pero cuyo carácter de punto de partida prevalecía sobre la también posible condición de límite. En otras palabras: uno de los méritos indiscutibles de nuestra generación poética fue rebasar las determinaciones de origen, las tradiciones localistas, para encontrarnos en un terreno común que dimos en llamar poesía de la experiencia, marbete que no era nuestro, que ya había sido insistentemente esgrimido por Jaime Gil de Biedma (tras tomarlo a su vez del título de un conocido ensayo de Robert Langbaum), pero al que dimos un sentido nuevo, distinto del que había tenido en la generación de nuestros indiscutibles maestros, los poetas del medio siglo.
Nuestro concepto de experiencia era más amplio que el de aquéllos, aunque no fuera más que por la sencilla razón de que también los incluía. Todos nos habíamos formado en la lectura del propio Gil de Biedma, de Gabriel Ferrater, de Ángel González, de Barral, e incluso de Valente, contra el que después reaccionamos, o quizá fue él quien comenzó a despotricar contra nosotros. Da lo mismo. No les debemos tanto unos modelos concretos como el descubrimiento de la poesía de la tradición, y esto en un doble sentido: el de la tradición de la poesía perenne, clásica, y el de la tradición de una poesía de la modernidad que, en medio del paroxismo de las vanguardias, se había propuesto apelar a valores históricamente indelebles. A Gil de Biedma no le adeudábamos sólo la poesía de Gil de Biedma, que por sí sola exigiría nuestra gratitud, sino también la poesía de T.S.Eliot y, a través de éste, la de los isabelinos y Dante, o también la apreciación del legado propio, de aquella parte de la poesía en nuestra lengua común que se caracteriza por el rigor expresivo y la claridad, y de la que podíamos aprender todos, cualquiera que fuera la lengua que hubiéramos escogido como vehículo para la creación poética.
Ëste era, supongo, el primer sentido o la primera acepción de la palabra experiencia en que pensábamos al definirnos como poetas de la misma: una experiencia que era, ante todo, experiencia lectora: de los maestros de los cincuenta y, a través de ellos, de la poesía de la tradición. Una experiencia, en fin, que no nos era accesible a través de la desconcertada poesía de las vanguardias, ni de la poesía de la generación del 27, ni de la poesía de los Novísimos, herederos de ambas, por mucho que estimásemos la obra de García Lorca, Alberti, Cernuda o, en mi caso, la de Pere Gimferrer, poeta con una tradición personal riquísima y una indiscutible maestría en dos lenguas. Pero los Novísimos, para decirlo a la manera de Pasolini, desconocían la poesía de la tradición o, en los contados casos en que la conocían, no asumían, como lo habían hecho los poetas del grupo de los cincuenta, el imperativo moral de insertarse en ella y transmitirla. Nosotros, los que nos definíamos como poetas de la experiencia, nos reconocíamos, en primer lugar, como el resultado de una lectura. Y, en segundo, como moldeados por una experiencia histórica afín, la de la transición del franquismo a la democracia, que había roto el aislamiento provinciano, porque, con independencia de escasas aportaciones foráneas, las dos generaciones poéticas anteriores, la de los años 50 y la de los Novísimos, habían sido productos editoriales puramente barceloneses, nacidos además de la misma firma.
No recuerdo exactamente cuándo conocí a Ramiro Fonte, pero debió ser cuando nos fuimos conociendo todos, hacia mediados de los años ochenta. En cambio, recuerdo muy claramente el tema de nuestra primera conversación, que tuvo que ver con semejanzas y diferencias entre nuestras respectivas lenguas vernáculas. Al decirme que había nacido en Pontedeume, yo le corregí instintivamente, con la forma castellanizante en la que había aprendido el nombre de la población: Puentedeume. Pontedeume, rectificó él, serio y contundente. Observé entonces que ponte, en vasco, equivalía a su apellido, fonte, porque no derivaba de un pontem latino, sino de fontem, cuya f- inicial variaba a p-, como sucede con todos los préstamos románicos que empiezan con el mismo sonido. De ahí pasamos sin transición a hablar de boleros, obviando toda disquisición filológica, y, desde luego, nunca nos preguntamos mutuamente por los motivos de haber decidido escribir en esta o aquella lengua –él, en gallego; yo, en español- porque teníamos la conciencia de estar construyendo un idioma contra la soledad y el ensimismamiento: desde la diferencia, pero también desde la experiencia compartida.
Nuestra generación fue una generación de amigos. Nos entusiasmaba la ubicuidad, siempre que fuera en compañía. Un día almorzábamos juntos huevos con patatas a la pobre en un colmado de Sacromonte, y de allí nos quedaba el testimonio de unas fotografías con los seniors de la banda, Joan Margarit y Pere Rovira; otro, era Germán Yanke quien nos invitaba a merluza a la ondarresa en el Puerto Viejo de Algorta, a Ramiro, a Álex Susana, a Jon Kortazar y a mí, y terminábamos traduciendo Lágrimas negras a todas nuestras lenguas literarias frente al mar de Vizcaya. Un tercero, Ramiro me guiaba por un gris laberinto nocturno –era Vigo- hasta premiarnos con una malta irlandesa en O Grial, junto al corazón de las tinieblas. Y, de repente, todo eso desapareció, quizá porque el país entero se nos volvió otra vez hoscamente aldeano, o acaso porque envejecimos y el mundo se fue retirando de nosotros. Quedó, sin embargo, una nostalgia por la experiencia ajena, que confirmaba la realidad de la propia. Los cines de barrio que evocaba Ramiro en sus poemas, los cines de su Pontedeume natal, podían ser los de la Bilbao desvanecida que alienta todavía en mi memoria. La dedicatoria que me puso al frente de su gran poema autobiográfico en prosa, Os meus ollos (2003), termina invocando la ilusión de compartir conmigo la experiencia de “a infancia nunha vila galega”. No era, sin embargo, ilusión. Habíamos compartido esa experiencia. Como a él la suya, también mi madre me leía Corazón, de D’Amicis, en la vetusta edición de Calleja, y esas lecturas, como después las de Gil de Biedma o Eliot, iban trazando un camino y creando una realidad. Los personajes de Corazón, escribía Ramiro, “son tan reais como calquera de nós”. Él quería ser Garrón, el generoso Garrone, el protector del Albañilito. Lo fue, lo acabó siendo. Así que cuando ayer Jaime Siles, de paso por Alcalá, me dio la noticia de su muerte, de la injusta y terrible muerte del junior de nuestra generación, sentí no sólo el desgarrón cordial de su ausencia, sino el vacío y la soledad de una tierra de nuevo baldía, de la que aquel pequeño pueblo en armas ha ido desertando en una desbandada imperceptible.