Hasta bien entrado el siglo XX la indicación de que una afirmación, un planteamiento o un producto, no era científico bastaba para descalificarlo culturalmente de un modo absoluto. Y a la inversa, su calificación como científico, bastaba para legitimarlo como excelente o incluso como supremo, con el mismo valor legitimador que antes de la modernidad tenía la religión cuando calificaba algo de santo o de sagrado.
Pero en el siglo XXI, la ciencia, que ha depuesto ya su pretensión de decir la verdad de las cosas para limitarse a proponer modelos teóricos de ellas, comparte su poder legitimador con la historia, la tradición o las artes. En efecto, un jabón o un yogur puede ser excelente y supremo, no solo porque sea científico, no sólo porque esté científicamente probado que hidrata la piel o fortalece los huesos. También puede ser y supremo porque está hecho según la receta de la abuela, porque se obtiene según los procedimientos de los monjes cistercienses de la campiña francesa, o porque, si se trata de una cafetera o un cuchillo de cocina, responden al diseño más moderno.
La religión pertenece al orden de la vida cotidiana, como el jabón y el yogur, como la cafetera y el cuchillo, y lo que la ciencia pueda decir sobre ella es menos relevante que lo que digan los abuelos, los cistercienses y los diseñadores y artistas modernos y de la antigüedad. Pero durante los últimos cinco siglos se creyó que lo decían los científicos era lo único importante.
Para exponer el cambio de esta situación de un modo gráfico, plástico y claro, incluso humorístico, se puede decir que si la relación interactiva del hombre con Dios en la que la religión consiste, requiere el discurso científico de demostración de la existencia de Dios, y de caracterización de su esencia, entonces las máquinas pueden creer en Dios. Con ello de algún modo se llega a una especie de reducción al absurdo del enfoque racionalista y cientificista. Si el Dios del que semejante enfoque habla, resulta legitimado o descalificado por la ciencia, resulta legitimado y descalificado… para las máquinas. Porque la religión, los hombres y lo sagrado, son de otra índole y se relacionan de otra manera.
En los momentos de mayor apogeo del racionalismo y el oficialismo de la cultura occidental cristiana, el camino más obvio hacia Dios era el de demostrar su existencia y el de justificarla mediante la teodicea.
Se suponía que si no se demostraba racionalmente la existencia de Dios y no se justificaba su esencia, haciendo compatibles su omnipotencia y sabiduría con los males del mundo, la fe no podía aceptarse como algo razonable. No era digna de una civilización que había salido de su minoría de edad culpable. Demostrar era proceder racionalmente a partir de unos principios establecidos como axiomáticos, evidentes, y si se podía demostrar la fe no solamente resultaba algo digno, sino incluso lógico, necesario y, por eso, verdadero.
Los filósofos sabían que los principios no necesitaban demostración porque eran evidentes, y lo evidente era…¿en qué consistía la evidencia? Se había olvidado hacía mucho tiempo, desde los comienzos de la modernidad, que uno podía convencerse de algo no sólo porque fuera el resultado de una demostración, que es la palabra que aparece en la mayoría de los parágrafos del Catecismo de Trento para expresar que lo que allí se contienen son verdades, sino también porque al oírlo o al verlo a uno le parecía convincente, persuasivo.
La verdad y lo verdadero pertenecían al orden de lo deducible, demostrable y necesario, pero no al de lo inmediato, al de lo que todo el mundo podía ver.
En las demostraciones lo que funciona como intermediario entre el principio y las conclusiones son leyes lógicas y actos mentales, pero en las acciones y relatos de acciones no existe esa intermediación. En las demostraciones lo que hay son razonamientos, y en los relatos de acciones lo que media entre el acontecimiento y el relato del acontecimiento es tiempo. Lo que separa y lo que une al acontecimiento y al relato es tiempo real, y lo que media entre los distintos momentos del relato es también representación del tiempo real.
En la modernidad las afirmaciones no establecidas mediante leyes lógicas resultaban sospechosas, y por eso una fe basada en la realidad del culto y en los relatos de quienes presenciaron los acontecimientos decisivos de la historia de la salvación, no estaba inculturada adecuadamente y no podía aceptarse oficialmente.
Ese no era, desde luego, el sentir de los cristianos durante sus primeros quince siglos de existencia. Los primeros padres de la iglesia griega y latina, acuñaron la fórmula Lex orandi lex credendi , según se reza, así se cree, y de ese modo expresaban el valor persuasivo que tiene el culto por sí mismo. Hay una fe que resulta del culto, del contacto con el poder y fascinación que ejerce lo sagrado, y hay quizá una fe que deriva de la sabiduría de los hombres y que depende, no de cómo se reza, sino de cómo se despliegan los procesos racionales en determinado medio cultural.
La vinculación de la fe a las leyes de la razón y a los procesos racionales, es solidaria de la configuración científica y oficialista del cristianismo romano, de la interpretación técnica del pensar y de la burocratización de la gracia, y lleva a creer que Dios es algo a lo que se puede llevar a todo el mundo mediante un proceso racional técnico, y, desde luego, que es alcanzable mediante él.
La teodicea, y todavía más los llamados preambula fidei, los presupuestos racionales de la fe, pertenecen al cristianismo configurado según esas determinaciones. En general, el cristianismo romano se desarrolla bajo esa inspiración, y por eso la iglesia católica produce no pocas veces la impresión de un gigantesco aparato administrativo, y para los católicos a veces el ser cristiano se experimenta como estar incrustado en una especie de estructura burocrática.
Si la fe es una gracia que recibe el que se encuentra con lo sagrado y escucha la palabra, hay otro modo de entenderla más acorde con las características de la gracia. A saber, según un despliegue de la palabra que no procede demostrativamente mediante procesos lógicos intemporales, sino según procesos existenciales, según acontecimientos vividos por cada uno.
Los acontecimientos vividos no se expresan en razonamientos, inductivos ni deductivos, sino en relatos, en historias. Lo que se narra son acontecimientos reales, lo que media entre ellos y su relato es tiempo real, y lo que media entre los que narran y los que escuchan, también. Eso significa que los acontecimientos sagrados relatados pertenecen al mismo plano temporal y existencial que el que habla y el que escucha. Lo que resulta no es ninguna demostración, sino persuasión, si es que logra persuadir.
La persuasión, en griego, Peitho, era una divinidad que pertenecía en Grecia al séquito de las gracias, y el persuadido era un agraciado, un redimido. Peitho, la persuasión, aparece constantemente al lado de las gracias, las Chárites, y junto a eso, la otra características fundamental suya es la ausencia de violencia, la gratuidad.
En la antigua Grecia, Peitho es la divinidad que preside un mundo en el que aún no se han separado la palabra racional y la palabra del corazón, el logos y el pathos. Peitho, la persuasión, es el verbo que congrega y atrae sin dominar, sin obligar, por eso su antítesis es Ananké (necesidad), y por eso también va siempre en compañía de Afrodita.
Peitho, la persuasión, es una fuerza primordial que actúa sin esfuerzo y sin forzar, es la fuerza del amor inteligente, y por eso en ella se percibe la unidad de eros y logos. Esa unidad de inteligencia y corazón, que se rompe a partir del momento en que se constituyen autónomamente la lógica como ciencia y técnica de la verdad, la retórica como técnica de manipulación de los afectos, y la poética (especialmente la tragedia) como expresión de los caminos del ethos, como el fallecido maestro Gianni Carchia exponía tan claramente (Retórica de lo sublime, Técnos, Madrid, 1994, pp. 21 ss).
Por otra parte, Peitho comparte con las Gracias y con las Musas la ausencia de finalidad, de intencionalidad, es intercambiable con ellas y representan la gratuidad que da y atrae sin esforzarse y sin forzar. Al final de las Euménides de Esquilo, Orestes es perseguido por las Erinias, las divinidades infernales que vengan los crímenes contra la propia sangre, y que claman venganza contra él. El joven huye a Atenas y se abraza como suplicante a las rodillas de Palas Atenea pidiéndole ayuda. La diosa, tras absolverle, para aplacar la furia de las divinidades infernales, recurre a Peitho, que le brinda su apoyo. Si es para ti sagrada la majestad de Peitho, de aquella que añade a mis palabras dulzura y encanto, entonces debes quedarte [con nosotros en Atenas], le dice Palas a la portavoz de las Erinias. Y ella le responde, Me parece que utilizas conmigo el encanto de Peitho. Mi ira se ha aplacado.
La sistematización de la lógica, la retórica y la poética llevada a cabo por Aristóteles, en la que se recogen las formas de división del trabajo y de organización social propias de una polis secularizada, da lugar a la desaparición de Peitho del horizonte vital de occidente. Su ocaso coincide con la instauración del modelo técnico y lógico del pensamiento occidental, y su reaparición tiene lugar a finales del siglo XX con la crisis de la modernidad.
La moderna razón científica establece la verdad en términos de proceso lógico, y por eso sus productos son más verdaderos y más mentales. La posmoderna razón narrativa refiere los hechos en términos de relato; por eso es más veraz o más embaucadora y se refiere a cosas más reales o más ficticias. Por eso la razón moderna es más autista o más individualista y la razón posmoderna más dialogante y más solidaria.
La persuasión, como el enamoramiento, es gratuita. Como el enamoramiento, se puede perseguir, desear, sin que por ello pierda su carácter de gratuito y de libre. Ese es el tipo de acción misionera y de evangelización del cristianismo posmoderno tras la quiebra del paradigma greco ilustrado. A partir de entonces, la difusión de la buena nueva es la propiciación de un encuentro en el orden existencial, y por eso la persuasión producida por la presencia del poder sagrado en el culto es la forma de difundirla propia de la posmodernidad.
El testimonio genera más certeza que la evidencia. El testimonio de Sócrates entregándose voluntariamente a la muerte, tal como es contado por Platón en la Apología de Sócrates, proporciona más seguridad en su tesis sobre la inmortalidad del alma que las demostraciones de la inmortalidad del alma expuestas en el Fedón , a partir del carácter espiritual del pensamiento humano y, por tanto, del alma humana. El martirio no demuestra nada, pero puede ser un testimonio más convincente que muchos razonamientos. Testimonia que aquello por lo que muere el testigo tiene para él un valor que ninguna otra cosa, y desde luego ningún razonamiento, puede tener.
Puede ser que durante determinados periodos de la modernidad, o en el interior de algunos nichos culturales, la demostración haya generado más certeza que el testimonio para algunas personas singulares. Pero incluso en el caso de los filósofos amantes de las ciencias, pueden encontrarse confesiones aleccionadoras sobre este punto. De entre ellos, el caso de Zubiri es particularmente digno de meditar, cuando afirma que la condición del filósofo es, sobre todo, la soledad, porque busca en solitario, y también la incertidumbre porque, afirma, ¿quién puede estar seguro de que ha alcanzado la verdad cuando está sólo? ¿No necesitamos que la evidencia, esa en la que el propio intelecto se siente soberano, sea corroborada, acompañada y, por eso, confirmada, mediante el testimonio de otros?
La modernidad protagonizó la más extravagante de las aventuras cuando pretendió organizar la sociedad solamente sobre conocimientos verdaderos, o sea, sobre la ciencia, y cuando erigió la ciencia en criterio último para la interpretación pública de la realidad. No solo tenía que ser científica la ciencia para ser aceptable por los hombres. También tenía que ser científica la ética (more geometrico), tenía que ser científica la política (en concreto, el socialismo), y desde luego, la religión (dentro de los límites de la razón).
Los excesos racionalistas y cientificistas de la modernidad tuvieron también rendimiento positivo para el cristianismo, que desplegó un amplio juego de teorías científicas sobre las creencias, la teología. Durante muchos siglos, nutriéndose continuamente de esa misma vida cultural del occidente europeo, consolidó también su derecho y su saber filológico y hermenéutico de la historia cristiana.
La razón científica monologante, que opera según el esquema sujeto objeto, es quizá el peor camino para el desarrollo de una relación de suyo dialógica como es la de la religión. Por eso las demostraciones de la existencia de Dios y las grandes elaboraciones de la teodicea del siglo XVIII e incluso del XIX resultan ahora tan artificiosas.
Junto a eso, resulta también artificiosa la estructura estamental de la iglesia católica, su aparato piramidal, y la paulatina suplantación de la religión por la moral que se llevó a cabo durante la modernidad. La caída del antiguo régimen con las revoluciones francesas y americanas, tuvo también su correlato en la Iglesia católica con el concilio Vaticano II, y la proclamación de la igualdad entre los fieles corrientes y los clérigos.
Esa proclamación formal tiende a hacerse real. Los fieles corrientes tienden a darle prioridad a sus propias experiencias vitales de tipo religioso, frente a las directrices que emanan desde la cúspide del aparato eclesiástico. Es lo que Pietro Prini llamó El cisma soterrado en un penetrante ensayo. Sin duda esa tendencia puede ser percibida como descristianización por la jerarquía que mantiene la mecánica del aparato, y el aparato mismo puede verse enredado y amenazado de muerte. No tiene por qué significar eso una decadencia de la religión ni del cristianismo. Dejad que los muertos entierren a sus muertos, y que las máquinas entierren a sus máquinas.
El último cuarto del siglo XX ya presenció un resurgir de las religiones en todos los frentes. En el frente de lo público, como un renacimiento de las religiones en la vida social (fiestas, dietas, templos, etc.) y política (igualdad de todos los credos, neo confesionalidad, etc.). En el frente de lo privado, las religiones reaparecieron en las actividades personales de búsqueda de retiros contemplativos y de solidaridad. Pero también reaparecen en esos cultos permanentes de todas las religiones, en esas referencias al supremo poder divino que los hombres llevan a cabo cuando les nace un hijo, cuando entierran a sus muertos, cuando se unen en el amor, cuando se perdonan para siempre, cuando celebran los banquetes de la alegría y del agradecimiento porque se han reunido los que se quieren.
Las religiones, como las artes y las organizaciones humanas, se alzan hasta formas brillantes y perfectas, se deshumanizan cuando pierden el contacto con las raíces de la vida, y vuelven otra vez a ellas para empezar otros caminos por los que conducir a los hombres a ser ellos mismos.
Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla