sábado, noviembre 23, 2024
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La libertad de conciencia de los católicos

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– Oye, ¿la Iglesia permite la confesión de uno directamente con Dios?

– Directamente, ¿cómo?

– Pues… uno le pide perdón directamente a Dios, y Dios te perdona… y ya está…

– Bueno, pues… depende… según a quién le preguntes te dirá que sí o te dirá que no.

– Bueno, sí, cada uno puede pensar una cosa, pero… pero la Iglesia tendrá una posición definida.

– Pues… verás… no quiero decir que cada hombre de la calle tiene su opinión. Quiero decir que entre los curas, unos tienen una opinión y otros otra, que lo mismo ocurre entre los obispos, y que también el Papa piensa de una manera en algunas cosas y los obispos y los curas de otra. Quiero decir que en muchas cosas la autoridad de la Iglesia, el Papa, o los obispos, o los curas, pueden tener una posición definida, pero que los católicos son cada vez más encauzados a guiarse por la propia conciencia.

Desde el concilio de Trento en el siglo XVI hasta ahora, se ha producido una convergencia cada vez mayor entre católicos y protestantes, que se separaron muy violentamente entonces, cuando los protestantes afirmaban que la salvación dependía de la fe en Jesucristo y cada uno debía guiarse por su conciencia, y los católicos afirmaban que la salvación dependía de la fe pero también de los actos de culto, de los sacramentos y de la obediencia a Roma.

El 30 de octubre de 1999 se firmó la Declaración conjunta católico-protestante sobre la

Doctrina de la justificación por la que ponía fin a cuatro siglos de discrepancias, y se proclamaba que la salvación depende de la fe en Jesucristo.

Por lo que se refiere a la confesión y a los demás sacramentos, la disciplina y el derecho han cambiado tanto sobre cada uno de ellos a lo largo de la historia, y ahora siguen cambiando tanto que… en la práctica se va imponiendo la doctrina común de que cada uno se guíe por su conciencia.

Después de Trento, lo distintivo de los católicos era la vinculación de su conciencia al Papa, y el disponer de unas directrices precisas para la observancia en todas las cuestiones de fe y costumbres, que se difundieron en el Catecismo de Trento. Hasta el punto se observaba esa vinculación que, cuando el filósofo británico John Locke escribe su Carta sobre la tolerancia, en 1689, declara que, como los católicos eran súbditos del Papa, no podían ser ciudadanos de ningún otro Estado que no fuese Roma, y tampoco los ateos, pues al no creer en Dios carecían de principios morales que les permitieran vincularse mediante juramento a ninguna constitución.

Cuando en 1992 se publicó un nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, en que se difundían las doctrinas del concilio Vaticano II (1962-1965), en lugar de determinaciones muy precisas para la observancia de las cuestiones de fe y costumbres, se recogía una amplia pluralidad de doctrinas y prácticas referentes a esos ámbitos.

Por ejemplo, si uno quiere saber lo que la Iglesia dice sobre la masturbación, se encuentra con que, para empezar, la antigua división categórica entre pecados veniales y pecados mortales, es sustituida por una gradación de la gravedad de las faltas, según la circunstancias, la conciencia, etc. Sobre ese tema concreto, en los diversos sitios en que lo menciona, dice diversas cosas, y en lugar de hacer una afirmación categórica sobre su cualificación moral, dice que durante largos periodos y en bastantes lugares fue considerada pecado grave, que hay circunstancias psicológicas y sociológicas en las cuales no puede considerarse pecado, etc.

Desde luego, los mismos criterios aplicados a la masturbación podrían aplicarse a la fornicación, y, en general, a la mayoría de las acciones humanas con contenido moral. Tiene que irse uno a fuentes más especializadas para informarse de que la masturbación en la edad media no existe como pecado, de que la formación de parejas de hecho es una forma válida de matrimonio, o de que la confesión auricular y secreta se desarrolla a partir de Trento.

En realidad, cuando se firma el acuerdo sobre la doctrina de la justificación, la disciplina de los ritos ya está igualmente abierta al pluralismo en las comunidades católicas. De hecho, el más importante de todos los ritos, la celebración de la Eucaristía, ya registraba una pluralidad de ejecuciones todas ellas legítimas. Mucho más los ritos del bautismo, de la confesión o del matrimonio.

El problema para guiarse por el propio criterio es que los católicos no estaban y no están acostumbrados a la libertad de conciencia, y la van asumiendo poco a poco. A veces no la asumen porque su psiquismo no se lo permite, como el caso de un católico amigo que me decía:

– Mira, yo sé que es una tontería, pero no soy capaz de poner la mano para que me pongan en ella

la comunión, no soy capaz. Me entra un sudor frío… y… no puedo… no puedo.

Otras veces esa libertad pueden asumirla precisamente con la ayuda del confesor. Como el caso una divorciada joven que, cuando mantenía relaciones íntimas con algún varón, podía comulgar porque el confesor, en lugar de absolverla, le insistía en que eso no era pecado, y ella tomaba esa declaración como si de una absolución se tratase.

Quizá quienes antes han asimilado la vigencia de la autonomía de conciencia de los católicos son los sacerdotes. Porque son los que tienen más formación teológica para asimilarlo, y porque son quienes están mas en contacto con los problemas y las circunstancias reales de los hombres y las mujeres de la calle. De hecho ellos empezaron con la pluralidad de ritos y con la apertura de la disciplina de los sacramentos, y son quienes están educando la libertad de conciencia de los católicos.

Por lo que se refiere a la moral sexual, hace mucho tiempo que no hablan de sexo ni de erotismo en los sermones. Obviamente, no pueden predicar que la masturbación y la fornicación no son pecado, pero como llevan más de veinte años guardando silencio al respecto, el resultado es una progresiva autonomización de la conciencia individual en cuestiones de moral sexual.

El caso de los obispos es diferente, porque sus objetivos y sus problemas son otros, tanto ahora como en el pasado. Así, cuando en 1832 el Papa Gregorio XVI publicó la Encíclica Mirari vos sobre los errores modernos, en la que condenaba el liberalismo y la desconfesionalización del Estado, los obispos franceses y españoles, bien instalados en estados confesionales católicos, difundieron al máximo la doctrina del Sumo Pontífice. Pero los obispos belgas e ingleses, marginados por los estados confesionales protestantes de Bélgica e Inglaterra, silenciaron la encíclica y apoyaron a los liberales belgas e ingleses porque le prometían una libertad de cultos, que efectivamente fue beneficiosa para sus respectivas iglesias.

La preocupación de los obispos y lo que les ocupa su mente y su tiempo, ahora como antes, es las relaciones con los estados, la financiación del clero, la distribución de los cargos eclesiásticos, los planes de estudios de los seminarios, el patrimonio inmobiliario histórico y cultural de la diócesis, la composición de las conferencias episcopales, la estructura del colegio cardenalicio, y la conciencia y la vida de los creyentes de la calle les resulta muy distante.

En el siglo XVI la Iglesia Católica y los países europeos se constituyeron como estados absolutos. Fundamentaron su derecho y su disciplina en la revelación divina inmutable y en la naturaleza humana inmutable, respectivamente, y atribuyeron a sus interpretaciones de ambas una inmutabilidad que ninguna interpretación puede tener.

La tarea de interpretación de la revelación divina y de la naturaleza humana, mantiene también a los sumos pontífices y a los reyes muy distantes de los problemas y circunstancias reales de los hombres y mujeres de a pie. Por eso a veces para modificar sus puntos de vista necesitan una revolución, con o sin guillotina, o la oposición de uno o más concilios generales o congresos nacionales e internacionales, aunque con ellos no se excluye una posterior restauración y una nueva puesta en escena de los principios correspondientes a los nuevos tiempos.

Los Papas miran más a la Iglesia Universal y a la Doctrina Universal, al orden internacional o a los órdenes continentales, a la actividad misionera, a las instituciones religiosas, a las diversas diócesis y conferencias episcopales, etc., que a los creyentes de la calle. Y dada la estructura administrativa de la Iglesia no es previsible un cambio en esos enfoques ni en los obispos ni en el Sumo Pontífice.

En el caso de la Iglesia católica, la proclamación un tanto estridente del primado del Papa en el concilio Vaticano I, sirve de legitimación a los católicos que mantienen y difunden las posiciones del Sumo Pontífice. Apoyándose en ella pueden sentirse legitimados para ir incluso al martirio en defensa de la verdad, para lanzar anatemas, descalificar a quienes hacen otro enfoque diferente, y para considerarse víctimas de campañas mundiales con las que sienten reforzada su identidad católica.

No obstante, el clero común y los creyentes de la calle, también pueden sentirse legitimados en la concepción de la estructura más reticular que piramidal de la Iglesia católica, que exhiben el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 y el Código de Derecho Canónico de 1983. Pueden sentirse respaldados por la doctrina de que cada diócesis particular es la Iglesia Universal, autónoma y autosuficiente en cuanto a los medios de salvación, por la doctrina de la autonomía de la conciencia del creyente, y pueden sentirse respaldados por la doctrina de la relevancia de las conferencias episcopales, de su no vinculación de las conciencias, de la democratización de la Iglesia, etc.

Como es lógico, ese clero común y esos creyentes de la calle no tienen conocimiento ni acceso a ese Código y a ese Catecismo, y si lo tienen no perciben esas doctrinas. Por eso se encuentran unas veces indefensos ante el silencio de las autoridades de la Iglesia, y otras avergonzados ante sus palabras. A veces se sienten profundamente avergonzados por las declaraciones del Sumo Pontífice y de los Obispos, por ejemplo en cuestiones de moral sexual, y entonces frecuentemente se experimentan a sí mismos como heréticos o cismáticos.

Así es como lo expresaba Pietro Prini en su libro El cisma soterrado, sobre el mensaje cristiano, la sociedad moderna y la Iglesia Católica, que publicó en 2003 la editorial Pre-Textos. sin duda, se puede entender el distanciamiento entre la jerarquía de la Iglesia y los creyentes de la calle como una herejía o como un cisma, es decir, como una oposición explícita, violenta y persistente a la doctrina o a la disciplina de la Iglesia. Pero en realidad, se trata, más que de un conflicto explícito, de una especie de distanciamiento entre y la jerarquía y la gente de la calle, como si cada sector viviera en sociedades o en épocas distintas y cada vez más distantes. Pero también se puede entender el problema de otra manera.

Se puede entender como el recorrido que los creyentes de la calle van realizando hasta aprender lo que significa libertad de conciencia. Por las circunstancias históricas y socioculturales, los católicos tienen que realizar ese camino desasistidos de la jerarquía de la Iglesia, pero sin embargo cuentan con el asesoramiento de sus pastores inmediatos, y así es como se inician en una nueva manera de entender y vivir la fe y las costumbres, según nuevas y plurales interpretaciones del mensaje evangélico, y no según una única interpretación antigua.

Se puede hablar de herejía y de cisma, aunque son denominaciones algo anticuadas y no demasiado ajustadas a lo que en realidad sucede, que es una diversificación de los enfoques y un desarrollo del proceso de asimilación de la autonomía de las conciencias.

Desde luego, sería preferible que la jerarquía no espantara a los creyentes avergonzándolos, sin advertir que el suelo común sobre el que todos desarrollan sus vidas es una sociedad civil compleja y cambiante, y con sus propias leyes morales (por ejemplo, en el antiguo régimen el adulterio era un delito civil, pero la fornicación y la masturbación no, o bien la pederastia no era un delito civil pero en las sociedades democráticas actuales sí lo es). Sería preferible un apoyo de la autoridad legítima en el proceso de asimilación de la libertad de conciencia, pero no compensa condicionar a eso el propio desarrollo moral.

Cualquiera que sea la calificación moral que tengan los actos humanos en el pasado o en el presente de la moral católica, puede no coincidir con la que tengan en la sociedad civil presente. Si hay discrepancia no es necesario tramitarla como herejía o cisma. Se puede tramitar como autonomía de la conciencia creyente.

Por supuesto todo creyente tiene derecho a la apostasía, y la autoridad eclesiástica tiene derecho a la excomunión, cuando se cumplen las condiciones y se observan los procedimientos establecidos. Cuando no es ese el caso, también el clero común y los creyentes de la calle tienen derecho a la tranquilidad de conciencia, y a la pacífica posesión de su condición de Iglesia.

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