jueves, diciembre 5, 2024
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El resurgir de los conservadores rojos

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(Publicado originalmente en la revista británica Prospect de Londres)

Vivimos en tiempos de crisis. En dichos tiempos los humanos se retiran hacia la seguridad y se blindan contra el futuro. La emergencia financiera está teniendo este efecto sobre la clase gubernativa de Gran Bretaña. El laborismo se ha retirado a la seguridad del abrigo del Estado y a las comodidades de su primera subida de impuestos desde mediados de los setenta. Mientras tanto, los conservadores parecen proponer una repetición de la austeridad thatcheriana frente a la catástrofe económica. Pero esta crisis es más que una recesión ordinaria. Representa una desintegración de la idea de ‘economía de mercado’ y hace obsoleto el consenso político de los últimos 30 años. Se necesita un análisis fresco de la ortodoxia ideológica reinante. Ciertamente, este nuevo pensamiento no va a venir de la izquierda. El nuevo laborismo está intelectualmente muerto, mientras Gordon Brown promete un retorno obligado a un hoy caduco statu quo. Pero, en realidad, la reconversión de Brown desde el Estado post-socialista de libre mercado a uno intervencionista es solamente plausible porque los conservadores no han podido desarrollar una política económica alternativa que explique la crisis, y trazan un futuro distinto libre de las actuales ortodoxias de bancarrota. Hasta que esto se consiga, la proclama de Brown de que los conservadores son el partido del ‘no hacer nada’ tendrá éxito y hace que el resultado de las próximas elecciones esté lejos de poder asegurarse.

En un nivel más profundo, el presente es un desafío al conservadurismo en sí mismo. Los conservadores todavía son vistos como el partido del mercado libre, una idea que se acabó transformando en el monopolio financiero, las grandes empresas y el capitalismo global desregularizado. El pensamiento social conservador se ha desarrollado genuinamente, pero el pensamiento económico del partido está todavía situado entre la repetición y la renovación. Tan tarde como agosto de 2008, David Cameron dijo: ‘Voy a ser un reformador social tan radical como reformadora económica lo fue Margaret Thatcher’, y esa ‘reforma social radical es lo que este país necesita ahora mismo’. Tiene razón sobre la sociedad, pero en el contexto de mercados que se colapsan y sin una alternativa macroeconómica, la economía thatcheriana ha tropezado con los acontecimientos.

Menos mal que el conservadurismo es una tradición rica y variada, y reexaminando su historia puede proporcionar las respuestas que Cameron necesita. Estas ideas están enterradas en un conservadurismo con raíces más profundas que en 1979, y sus ramas llegan hasta la tradición del conservadurismo cívico comunitario, o conservadurismo rojo. Esto es más radical que cualquier cosa que emerja de la izquierda de hoy y debería ser el camino a seguir para la derecha. La oportunidad de restaurar un conservadurismo radical y progresista contra el descenso económico no debe perderse.

Hasta la fecha ningún partido político ha ofrecido un análisis plausible de los orígenes de la crisis. Brown niega toda responsabilidad, mientras que George Osborne y Cameron le acusan de ser el único culpable. Dado que ninguna persona razonable puede pensar que cualquiera de las dos posiciones es sostenible, ambos partidos se han rendido en el terreno de la altura intelectual. Pero el colapso financiero proporciona una oportunidad de pensar a través de un renovado ‘conservadurismo nacional’. Cameron dice que Disraeli es su conservador preferido. Disraeli intentó mejorar una sociedad destruida por la industrialización desenfrenada del capitalismo del siglo XIX, mientras que el principal objetivo de Cameron (al menos hasta ahora) ha sido una creación del siglo XX: el Estado desautorizado e ineficaz. Los conservadores del siglo XIX criticaron el capitalismo liberal, mientras que los del XX condenaron las consecuencias iliberales del estatismo. Pero los conservadores del siglo XXI, especialmente contra el contexto de la crisis actual, deben ir contra ambos a favor de la misma cosa que sufre más en las manos del libre mercado y del Estado ilimitado: la sociedad. Y el conservadurismo, como lo imaginamos, podría rechazar la clase política de ‘los nuestros’ y los intereses de los ya ricos a favor de una política nacional que sirva a las necesidades de todos.

Fue Edmund Burke quien célebremente habló del radicalismo conservador basado en pequeños grupos de sectores de asociaciones familiares y cívicas. ‘Amar al pequeño sector al que pertenecemos en la sociedad es el primer principio básico del apoyo popular. Es el primer eslabón de la serie por la cual procedemos hacia el amor a nuestro país y a la humanidad’. Éste es el verdadero espíritu del conservadurismo de Cameron y, tomado en serio, representa una ruptura con la lógica del monopolio del Estado mercantil. Pero para reconocer esta innovación tenemos que contrastar el potencial del conservadurismo comunitario cívico de Cameron con el objetivo que quiere superar: el estado podrido y corrupto de la política británica de posguerra.

Desde 1945 Gran Bretaña ha experimentado dos paradigmas administrativos. El primero, keynesianismo Estado patrocinado, extendido desde 1945 a través de las crisis del petróleo de 1973 hasta su muerte en 1979. El segundo, neoliberalismo, fue desde entonces hasta la crisis de deuda global de 2007-08. A menudo se asume que estos modelos representan visiones del mundo genuinamente diferentes y mutuamente exclusivas, aunque, a pesar de verdaderas diferencias, comparten razonamientos filosóficos y económicos importantes, y ambos consiguieron el apoyo de todos los partidos. Mire a la sociedad en la que nos hemos convertido: somos una nación bipolar, un Estado burocrático, centralizado, que preside disfuncionalmente una ciudadanía cada vez más fragmentada, privada de poder y aislada. Las estructuras intermediarias de una vida civilizada han sido eliminadas, y con ellas el ideal de Burkean de un centro cívico, religioso, político o social, pues el Estado y el mercado acumulan poder a expensas de la gente corriente. Pero si ambos, el socialismo del siglo XXI y el conservadurismo, han convergido en el Estado mercado, lo han hecho obedeciendo los dictados insistentes de la modernidad en sí misma. Y la modernidad no es nada si no liberal.

Para entender por qué la herencia del liberalismo produce ambos, el Estado autoritario y el individualismo atomizado, debemos primero observar que el liberalismo filosófico nació de una crítica del siglo XVIII hacia las monarquías absolutas. Intentó proteger los derechos del individuo del abuso arbitrario del rey. Pero la defensa de la libertad individual fue tan extrema que cada hombre fue obligado a rechazar los dictados de cualesquier otro, para facilitar la substitución del reinado de un solo hombre (el rey) con el reinado de otro. Como tal, la forma más extrema de autonomía liberal requiere el rechazo de la sociedad, para que la comunidad humana influya y forme al individuo antes de que cualquier capacidad soberana de elegir haya tomado forma. La idea liberal del hombre es entonces, en primer lugar, una idea de la nada: no familia, no etnia, no sociedad o nación. Pero la gente real se forma por la sociedad de otros. Para los liberales, la autonomía debe preceder todo, pero tal ‘ego’ es una ficción. Una sociedad constituida así requeriría una autoridad central poderosa que maneje el conflicto perpetuo entre los intereses de los individuos. El legado inesperado de un liberalismo ilimitado es el más iliberal de las entidades: el Estado que controla. Incluso los más liberales ‘cooperativistas’ -desde filósofos como Michael Sandel a políticos como Ed Miliband- no pueden promover la comunidad sin un gobierno fuerte. Ven el Estado como la respuesta, cuando generalmente empeora el problema. La herencia del individualismo liberal es la restauración del propio absolutismo que originalmente quiso derrocar, una tragedia filosófica que se puede resumir en: ‘El rey está muerto, larga vida al rey’.

Los conservadores que creen en el valor, la cultura y la verdad deben por tanto pensar dos veces antes de llamarse liberales. El liberalismo sólo puede ser una virtud cuando está ligado a una política del bien común, un problema que los mejores liberales -Mill, Adam Smith y Gladstone- reconocieron pero que nunca lograron resolver. Una visión de la buena vida no puede venir de los principios liberales. El liberalismo ilimitado produce relativismo atomizado y un Estado absolutista. En cuanto a ambos, conservadores y liberales han sido contaminados por el liberalismo, la verdadera herencia de la izquierda-derecha del periodo de posguerra es, lo nada sorprendente, un Estado autoritario centralizado y una sociedad fragmentada y disociada.

Por lo que se refiere al liberalismo, la izquierda ha pecado dos veces. Ha producido un Estado gestor que ha destruido el antiguo mutualismo de la clase obrera. Y ha destruido la moralidad de la clase media y obrera; en nombre de la permisividad, comodificó el sexo y el cuerpo, creando los indecentes buscadores de placer de finales de los sesenta. Este libertarianismo de izquierdas repudió todos los lazos entre parientes y amigos y, aunque era una aspiración utópica, su verdadera herencia ha sido la aparición de familias divididas, de niños desatendidos y del relativismo moral perezoso de la élite liberal de profesionales. En este sentido, la izquierda era de derechas años antes que la derecha, y creó las condiciones para el interés propio universal bajo Thatcher. El consenso político actual es izquierdo-liberal en cultura y derecho- liberal en economía. Y éste es, precisamente, el lugar equivocado para estar.

Además de esta herencia liberal en Gran Bretaña, dos factores peyorativos más persisten: clase y monopolio. Después de la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de reconstrucción masiva de los países europeos para reunir los intereses del Estado, el capital y los trabajadores asalariados. Pero en Gran Bretaña pocos partidos vieron la necesidad de abandonar sus intereses sectoriales. Los sindicatos estaban poco dispuestos a desechar la negociación colectiva libre y las relaciones industriales británicas de la posguerra se congelaron en un estado de conflicto de clases sin resolver. Cuando el keynesianismo comenzó a romperse, los trabajadores respondieron simplemente pidiendo cada vez más y más de cada vez menos y menos. La legislación antisindicatos de Thatcher redujo eventualmente el poder de éstos. Pero la gerencia británica estaba también miope -como Tony Benn lo dijo una vez-, si lograban beneficios pensaban que no había necesidad de invertir, y si no los lograban, no había dinero que invertir de todos modos.

Thatcher, a su vez, declaró muerta esta arruinada variante británica del corporativismo. Pero llegó más allá en la otra dirección. En vez de sujetar al sector centro, el Estado se utilizó a favor del propietario y del empresario. Las ventajas de la liberalización conservadora a finales de los 80 acrecentaron principalmente a la cima. La clase media vio su subida de impuestos compensada en parte por más deuda, mientras que los pobres cayeron relativamente más bajo. El nuevo laborismo hizo poco para invertir estas tendencias. A corto, Gran Bretaña sigue pegada a un capitalismo de clases, que ha hecho mucho daño a la vida británica.

La característica final de la política británica de posguerra es el mantenimiento y la escalada del monopolio. El hecho de que el Estado haya establecido monopolios es evidente. La nacionalización fue un fallo en sus propios términos, aún más porque los trabajadores nunca lograron emanciparse gracias a ella. Creó nuevos mamotretos remotos, con la retirada popular de los niveles de poder. JB Priestley, decano socialista de la clase intelectual, escribió en 1949 que ‘el área de nuestras vidas bajo nuestro control está hundiéndose rápidamente… los políticos y los altos funcionarios públicos están comenzando a decidir cómo deberíamos vivir el resto de nosotros’.

El neoliberalismo Thatcheriano estaba decidido a acabar con todos estos monopolios estatales. Así, los mercados se convertirían en el vehículo por el cual la eficacia sería elevada al máximo y la prosperidad adquirida. Pero los fundamentalistas del libre mercado hicieron poco más que crear nuevos monopolios de capital para substituir a los del estado. No fue hasta que el Nuevo Laborismo decretó el Acto de Competitividad de 1998 cuando Gran Bretaña obtuvo su primer régimen antimonopolio pro competencia eficaz. Y, por desgracia para los conservadores, la protección más eficaz que la economía británica obtuvo contra prácticas restrictivas durante los años de Thatcher y Major vino de la legislación de competitividad de Bruselas.

La crisis financiera es apenas el último ejemplo del colapso de mercados en lo que yo llamo ‘monopolio modélico’ Me refiero a un modelo de monopolio que se va más allá de si una compañía individual tiene influencia indebida en el mercado hasta ver si un cierto modo de hacer negocio constituye un cártel. Por ejemplo, el gran desplome del mercado de la vivienda es sobre todo el resultado de la absorción de todos los sistemas de crédito locales, regionales y nacionales en una forma de crédito global. El sistema financiero mundial careció de cortafuegos necesarios para separar el capital local del nacional y del internacional. Indebidamente confiado en una fuente proveedora de crédito, el mercado de activo residencial se derrumbó cuando esta fuente fue comprometida. El boom inmobiliario que lo cubría fue justamente la última y más notable pieza de la especulación neoliberal en estallar. Mientras tanto, los grandes bancos se dedicaron a generar fluctuaciones de precio y burbujas de activo existentes antes de su fallecimiento. Esta estrategia de manipulación del mercado desplegó cantidades enormes de capital en arbitraje especulativo (apenas cinco bancos de EEUU tenían control sobre 4 billones de dólares de activos en 2007). Este mercado estaba lejos de los miles de pequeños inversores considerados como liberales clásicos del libre mercado.

Sea por medios privados o públicos, la marca de las últimas décadas ha sido definida por esta historia de tres partes: el consenso liberal, la persistencia de clase, y el triunfo del monopolio y la especulación en nombre del libre comercio y de la modernización. Contra esto, el conservadurismo cívico naciente de Cameron sería la primera ruptura radical con todas las enfermedades anteriormente mencionadas. Es el fulcro alrededor del cual la renovación de Gran Bretaña podría dar vuelta. Pero se le ha entorpecido su trabajo. La erosión de nuestra sociedad va más allá de la disfunción de la población más desfavorecida. Un estudio del año pasado de Danny Dorling demostró cómo se ha vuelto de normal la anomalía, concluyendo que incluso las comunidades más débiles en 1971 eran más fuertes que cualquier comunidad hoy en día’. Esto es, ciertamente, una sociedad quebrada.

El conservadurismo británico no debe, no obstante, repetir el error americano de predicar ‘moralidad y mercado’ mientras ignoran el hecho de que el liberalismo económico ha sido, a menudo, una tapadera para el capitalismo monopolista y por tanto es tan perjudicial socialmente como el estatismo de izquierdas. De la misma manera, si los conservadores logran poder del Estado mercado y lo dan a la gente, deben desarrollar un pura raza ‘nuevo regionalismo que trabaje para favorecer comunidades y construir nuevas y vibrantes economías locales que pueden elevar la visión cívica del partido’.

¿Cómo sucederá esto? ¿Cuáles deben ser las prioridades de Cameron y cómo puede comenzar a construir un nuevo acuerdo comunitario conservador? Podría empezar con cuatro cometidos: volviendo a hacer local nuestro sistema bancario, desarrollando capital local, ayudando a la gente corriente a adquirir nuevos activos y rompiendo los monopolios de las grandes empresas. La primera prioridad debe ser un sistema bancario que funcione. Los bancos británicos ya no dan crédito porque están incapacitados por 150.000 millones de libras de devaluaciones de las garantías hipotecarias. Para arreglar esto, necesitamos un paralelo sistema bancario nuevo. Para conseguirlo, Cameron debería anunciar una nueva configuración de Correos que amplíe su actual función bancaria limitada, y dar marcha atrás con el plan de privatización de Peter Mandelson. Correos es universalmente popular, nacional, unido a la comunidad local y, crucialmente, enteramente libre de mala deuda garantizada con activos a la baja. Otros bancos le prestarían pero, más importante, lo harían con tipos de interés cercanos a cero, el Banco de Inglaterra podría crear dinero con el mínimo coste (dinero impreso) para suscribir negocio y crédito hipotecario. La utilización de Correos introduciría una cierta competencia del sector público. Sí, el balance de situación del Estado se agrandaría, pero a coste nominal. Si ayuda a parar la caída de los precios de activos (como lo haría una restauración de los préstamos), cualquier dinero público gastado aseguraría el dinero ya invertido en el plan de rescate de Brown, y sería más efectivo que un estímulo fiscal Este nuevo Correos podría reestimular genuinamente la economía prestando con pequeños márgenes, e involucrándose antes en inversiones locales que en la especulación global. Podría incluso ser localizado antes que privatizado, devolviéndoselo a las comunidades, para ampliar la inversión y aumentar la prosperidad en cada vecindad.

Habiendo anunciado este plan, Cameron debería avanzar ayudando a las comunidades locales a comprar también la propiedad de sus activos. Debe fijar una nueva clase de sociedades de inversión locales, dedicada a la inversión en las ciudades y las aldeas a las que sirven. Estas sociedades podían convertirse en nuevos centros de finanzas locales; en lugar de invertir en Islandia, los ayuntamientos y otras instituciones deberían ser obligadas a depositar los fondos públicos en ellas, aumentando la base de capital local. Asimismo, el nuevo ‘fondo social’ propuesto por los conservadores podría actuar dentro de las compañías en áreas deprimidas para ofrecer micro-financiación a la gente sin activos. Esto crearía una nueva pero distinta forma conservadora de activo basado en el bienestar llevándolo, eventualmente, a la independencia demandada. Las compañías poseerían la red local de Correos, y cada compañía podría trabajar para invertir y desarrollar economías locales. En lugar de los organismos de desarrollo regional derrochadores (RDAs), los cuales gastaron más de un tercio de su presupuesto de 10-12 billones de libras en la administración y ayudan a menos del 1 por ciento del total de pequeñas empresas, esto podría crear una forma genuina local de capital riesgo. La red regional de compañías, mientras tanto, podría facilitar nuevos gremios y cooperativas. Con un centro común de finanzas, y el uso de la tecnología moderna, éstas podrían hacer cualquier cosa, desde investigación y desarrollo para exportar iniciativas para dirigir escuelas y hospitales locales. Pondría verdadera energía detrás del ‘movimiento conservador cooperativo’, que David Cameron lanzó en 2007.

El siguiente paso sería asegurarse de que la adquisición por parte del gobierno local es devuelta a las instituciones locales. Un estudio de la Fundación de la Nueva Economía de 2005 demostró que cada libra gastada en un proveedor local genera 1,76 libras localmente, mientras que cada libra gastada con los proveedores exteriores generó solamente 36 peniques. Un aumento del 10 por ciento en la cantidad de dinero del consejo gastado localmente significaría una inyección de 5,6 billones de libras en economías locales. Y si las compañías pudieran también emitir deuda, esto podría restaurar algo del poder de los municipios del siglo XIX. (Los residentes podrían incluso participar en versiones populares del Dragon de Den para decidir sobre las inversiones hechas.) Concebidos así, los lugares podrían ayudar a invertir el tirón de centralización terrible de Londres, que aspira todo el talento y dinero del resto del país hacía la zona suroriental, dejando el resto de lugares como un mero remanso.

El paso siguiente para el conservadurismo es invertir la vieja política de clase, restaurando el capital en trabajo. Cameron debería rechazar la narrativa marxista que muestra a los conservadores casados con un proletariado privado de sus derechos. Por el contrario: los conservadores creen en la extensión de la abundancia y la prosperidad a todos. Aun así, el gran desastre de los pasados 30 años es la destrucción del capital, de los activos y de los ahorros de los pobres: en Gran Bretaña, la parte de la abundancia (excepto propiedades) disfrutada por la parte inferior el 50 por ciento de la población cayó del 12 por ciento en 1976 a apenas el 1 por ciento en 2003. Un conservadurismo cívico comunitario radical debe proponerse invertir esta tendencia. Esto requiere un rechazo considerado de la movilidad social, de la meritocracia y del lenguaje del partidario del estatismo y del neoliberal sobre la oportunidad, de la educación y de la opción ¿Por qué? Porque este lenguaje dice que a menos que usted esté en el círculo superior de oro del 10 al 15 por ciento de pagadores de impuestos usted está esencialmente inseguro, fracasado y no tiene mérito o valor. Los conservadores deberían dejar esta ideología arruinada al nuevo laborismo y abrazar en su lugar un comunitarismo orgánico que honre cada nivel de sociedad con mérito, seguridad, abundancia y valor.

Tales ideas no son nuevas. La idea de un Estado distributista conservador no es nueva; de hecho la frase; ‘democracia de propietarios’ fue por primera vez acuñada en 1923 por el diputado conservador Noel Skelton. Anthony Eden lo utilizó también en su famoso discurso de la conferencia de partido de 1946, y la filosofía entusiasmó a Churchill y a Thatcher. Las recientes propuestas de los Conservadores para eximir de impuestos los ahorros de los salarios bajos y de los pensionistas son exactamente el camino a seguir. Deberían ir más lejos, pidiendo acciones para la propiedad de los empleados, compras de opciones por parte de los trabajadores y la promoción de los gremios de participación y las cooperativas del activo. Esto puentearía a los sindicatos como instituciones permanentemente unidas a la servidumbre del bienestar y casar la propiedad con el salario.

La pieza final del rompecabezas es que los conservadores rompan con las grandes empresas. Debemos terminar un modelo en el cual la competencia se reduce a un cártel de beneficios maximizados de grandes empresas desalentando a los competidores y bajando los sueldos uniéndose a la izquierda liberal para fomentar la inmigración masiva. Una alianza encubierta entre la izquierda liberal y la derecha liberal ha destruido ingresos e identidades en la parte inferior de la sociedad.

Los conservadores deben hacerse cargo de los monopolios no reconocidos del sector privado que se esconden en cada calle comercial británica. Según cifras del sondeo de IGD de mayo de 2008, el mercado británico de la alimentación valía 134.800 millones de libras. Los cuatro grandes supermercados valían 98.600 millones de libras, una cuota de mercado del 73 por ciento. En nombre de la competencia hemos entregado felizmente nuestras calles comerciales a Tesco, estrangulando el comercio local. Cuanto más sea el precio nuestra única medida de competencia, más grandes son las economías de escala requeridas para competir, y más altas las barreras para la entrada de las pymes locales. Echan a nuestros pescaderos, carniceros y panaderos, convirtiendo una clase entera de propietarios en asalariados bajos, empleada por los supermercados. Y, una vez se tiene un monopolio, exige que otros monopolios le sirvan, como Tesco exige economías de escala de sus proveedores, expulsando granjas pequeñas y medianas. Está perfectamente claro que la Oficina del Comercio Justo y la Comisión de la Competencia no están a la altura de las circunstancias. Cameron debería renovarlas y anunciar su intención de disolver todos los minoristas de las grandes compañías. Y, cuando acabe, debería echar una ojeada a las compañías de telefonía móvil. Acabar con los supermercados no hará que el mundo cambie, pero, como dicen, cada poco ayuda.

Juntas, dichas políticas ayudarán a los conservadores a crear un manifiesto transformativo del Conservador rojo. Construirían una nueva base económica y de capital que descentraliza el poder y extiende la riqueza y también acaba finalmente con la lógica del monopolio y del capitalismo financiado por la deuda. Así, Cameron puede finalmente reunir la tradición conservadora de la reforma del capitalismo de Disraeli con su propio deseo justificado de ser un ‘radical social’. Rendiría la izquierda superflua y redefiniría a Marx como apenas otro defensor de los pobres. Por otra parte, recuperaría las ideologías de los conservadores del siglo XIX como Cobbett, Ruskin y Carlyle, los alía con Tawney y el distributismo de Chesterton, Belloc y Skelton, todos los que sabían que, sin algo que comercializar, uno no puede incorporarse al mercado. Haciendo mercados verdaderamente libres previene la dominación corporativa, pero también extiende la propiedad, la prosperidad y la innovación a través de toda la sociedad. La tarea de recapitalización de los pobres es, por tanto, la tarea de hacer que el mercado trabaje para la mayoría, no para unos pocos. David Cameron no necesita hacer nada de esto para ganar las próximas elecciones. Pero para ser un gran primer ministro sí.

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