La editorial Taurus ha publicado el libro de Javier Gomá Ejemplaridad pública, que resuena como un aldabonazo y señala un camino transitable hacia el futuro, para las sociedades democráticas contemporáneas, tras levantar acta de sus carencias y necesidades.
Es un libro en el que se mantiene la inspiración y el aliento desde la primera hasta la última de sus 274 páginas, y en el que se percibe el latido de un corazón y una mente que vive de manera muy serena, y a la vez muy intensa, la mejor pasión por la virtud pública, la democracia, la educación de los ciudadanos, y el compromiso con su presente histórico. Esa inspiración viene de otras dos obras anteriores, de la cual esta constituye el cierre, a saber, Imitación y Experiencia, Pre-Textos, Valencia, 2003 y Crítica, Barcelona, 2005 (premio nacional de ensayo, 2004), y Aquiles en el gineceo, oaprender a ser mortal, Pre-Textos, Valencia, 2007.
Es muy fácil describir los vicios de la propia sociedad y quejarse por ellos. Por eso los periódicos están llenos de columnistas sin imaginación que se refugian en la ética y se quejan de que las cosas no son como deberían ser. Es muy fácil oficiar de agoreros de la democracia, y por eso hay tanto profeta del desastre. Es muy fácil increpar a los jóvenes y a los no tan jóvenes, y por eso resuenan tantas voces despectivas sobre su comportamiento, su falta de ideales o de valores, su adocenamiento y su irresponsabilidad. Y es muy fácil refugiarse en cualquier tiempo pasado para consolarse con su ejemplo, y por eso hay tanto pesimismo respecto del presente y tanto lamento sobre la vida y las condiciones sociales y nacionales que a cada uno le toca vivir.
Esa denuncia fácil y esa queja inútil la habido siempre. La literatura de todas las épocas está llena de autores que, como se dice en los manuales de literatura de la enseñanza secundaria, del bachillerato antiguo y del actual, ‘denuncian los vicios de la sociedad su tiempo’.
Pero el libro de Javier Gomá no está dedicado a eso, como no lo estuvieron los de Cicerón, Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Montesquieu, Tocqueville, Weber, Durkheim u Ortega, en los cuales vibraba la pasión por la vida y la educación pública, y el compromiso con el presente.
No es que no se describan los males de la época. Se describen, pero la descripción que se hace es actual, contemporánea, y los males que se describen son los de las sociedades actuales, contemporáneas, y no los de hace ciento cincuenta años. Lo que se describe no es una foto fija de la revolución industrial a mediados del siglo XIX, ni sus males se interpretan como enfrentamiento entre poseedores del capital y vendedores de su fuerza de trabajo, proyectándolo hacia atrás, hasta comienzos del neolítico, y hacia adelante, hasta unos siglos venideros en los que justicia social se impondrá por sí misma mediante una revolución cuya técnica se puede definir y ejecutar sin más.
No es que hayan desaparecido los problemas reales en esos frentes. El autor repite en varias ocasiones que no han desaparecido, pero insiste en que el consenso sobre la necesidad de su superación sí es ahora universal.
Una escolástica de la lucha de clases, demasiado asentada en las mentes de demasiados intelectuales, impidió pensar de otro modo, mirando más atentamente la evolución de las sociedades occidentales, la gran cantidad de problemas que iban surgiendo y que no provenían de una única fuente. Pero los grandes nunca sucumben a la escolástica, ni siquiera cuando se han formado en ella. La trascienden, la modifican, la superan, abandonan el pensamiento único, abren nuevas perspectivas y liberan las inteligencias. Aunque tarden cincuenta años en ser escuchados y entendidos por los demás.
Con su misma penetración y un pensar tan libre como el de ellos. Un pensar como el de los grandes humanistas, que, según la máxima de Erasmo, entendían que imitar a Cicerón consistía en ser tan libres y creativos como él, y no en copiar y repetir servilmente lo que él decía.
Por debajo y por encima de las turbulencias sociales provocadas por la revolución industrial, a saber, el tránsito de una sociedad estamental a una sociedad de clases, el tránsito de una economía agrícola a una economía de producción industrial, y el tránsito de unos estados absolutos a unos estados de derecho nacionales, se estaban produciendo otro tipo de transformaciones más constantes, duraderas y con repercusiones quizá de más alcance. Son las que detectaron Weber y Durkheim como proceso de racionalización de la sociedad y como proceso de desarrollo del individualismo. Racionalización e individualismo que desde sus raíces judías y cristianas respectivamente, y a través de la explosión demográfica propiciada por la revolución industrial, darían lugar a finales del siglo XX, a las sociedades igualitarias y de bienestar del mundo occidental primero y del oriental después.
La sociedad de clases dejó paso a la sociedad igualitaria, la economía de producción a la economía financiera y de consumo, y los estados de derechos nacionales a entidades supranacionales garantes de derechos y de servicios. Pero esa configuración social, que había constituido los ideales de revolucionarios, tanto liberales como socialistas, presentaba unas lacras muy lacerantes. Se había generado en paralelo con el desencantamiento del mundo, el nihilismo, la disolución de los valores de la convivencia en el nivel nacional, municipal e incluso familiar, la anomia de los individuos atomizados, carentes de tradiciones y raíces culturales de cualquier tipo, la masificación.
Ante esa situación se puede sentir nostalgia del antiguo régimen y de los efectos devastadores que puede tener una generalizada ‘Huelga de Archiduques’ , como indicaba Alvaro d’Ors en un memorable artículo a mediados del siglo pasado, o se puede anunciar la rebelión de las masas como hizo Ortega. Pero Javier Gomá no es un nostálgico, y tiene demasiado amor a su tiempo y a su sociedad como para abandonarla refugiándose en el pasado. Weber y Durkehim tampoco hicieron eso.
Weber concibió la historia de occidente como una historia de la burocracia y del aparato, y describió su trayecto por debajo de los cambios económicos, políticos e ideológicos. Y señaló como su mayor consecuencia el igualitarismo del siglo XXI. Todos los hombres son iguales ante Dios, ante la naturaleza o ante la muerte, como proclamaron los revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, pero de un modo más inmediato, más empírico y más cotidiano, todos los hombres son iguales ante una ventanilla, y si no lo son, el que está detrás se vuelve loco, y los que están haciendo fila delante, también.
Muchos estuvieron dispuestos hacer una revolución por Dios, por la libertad, por la justicia y por la patria, pero nadie la hizo por el sistema métrico decimal, el orden alfabético, el sistema monetario, el Registro civil o el álgebra de Boole. Y sin embargo todos estos factores tuvieron un efecto transformador de la sociedad que se inició antes de las naciones y de las ideologías, y que continúa después de ellas.
Por su parte, Durkheim concibió la historia de occidente como una historia de la división del trabajo y, correlativamente, como la historia de la diferenciación de la sociedad en grupos cada vez más numerosos y cada vez más pequeños, hasta llegar a una hegemonía del individuo como protagonista y soberano de las configuraciones sociales. También ese proceso se inició antes de las nacionales y las ideologías y continúa después de ellas.
Y esa burocratización y ese individualismo tiene como consecuencia la disolución de las viejas costumbres, de la fe en Dios, de las prácticas religiosas, del respeto a la autoridad, de las formas de la cortesía, de la estabilidad conyugal y familiar, de los roles sexuales, etc., etc., mucho más que la impiedad de los intelectuales ateos o del sectarismo antirreligioso de los regímenes políticos. Nietzsche y Stalin son comparsas más bien que protagonistas, pero como son más visibles resulta más fácil atribuirles a ellos la responsabilidad de los cambios. Javier Gomá tampoco se detiene en eso. Le basta seguir a Weber y a Durkheim en profundidad para señalar desde sus causas últimas las deficiencias de la sociedad contemporánea.
Después de eso, el autor sigue a los que han estudiado más a fondo las posibilidades de re-educación, de construcción de la propia identidad cultural y de gestación del sistema de los valores perennemente humanos.
Como había señalado Kierkegaard, los seres humanos se mueven en la primera etapa de su vida por lo que les agrada y por lo que les gusta, se inician en la vida con una existencia estética, y posteriormente, se mueven por lo que es más conveniente para ellos, para sus familias, para su ciudad, por lo que deben. Posteriormente adoptan una existencia ética. Eso también lo había señalado así Freud. Primero la vida está gobernada por el ello, por los impulsos vitales, y posteriormente por el súper-ego, por la razón y el deber del rendimiento laboral.
La vida humana cabalga sobre los dos raíles del amor y el trabajo, la familia y la profesión. Esas son las dos instituciones que permiten la realización del hombre y la fecundidad del hombre, biológica y cultural, en el planeta y en la historia.
Montesquieu había estudiado el modo en que los hombres son educados por el espíritu de las leyes, en la medida en que éstas recogen costumbres inspiradas en formas de vida apropiadas al medio geográfico, y en la medida en que integran los valores humanos más permanentes modulados por la idiosincrasia de cada pueblo.
Kant y Herder habían estudiado el modo en que el gusto tiene también carácter universal, tanto como la norma ética, y el modo en que la belleza se irradia hacia el bien. Habían estudiado el modo en que la educación estética de la humanidad es asimismo su educación ética.
Tocqueville había examinado cómo todos esos valores, a saber, las propias costumbres, el gusto generalizado, las propias convicciones religiosas, las tradiciones familiares y las conveniencias laborales y profesionales, habían generado una sociedad sana, pujante y con un régimen político completamente nuevo, a saber, la democracia en América.
Javier Gomá sigue a estos maestros y profundiza en sus análisis aplicándolos al siglo XX.
El mundo doméstico, del amor y la familia, en donde prima la existencia estética y el gusto, también es un mundo moral, regido por la moral personal y la familiar, pero en la historia moderna, desde Grecia y Roma, hasta la Europa del siglo XX, el mundo laboral y profesional, el ámbito de la vida pública, se ha ido alejando cada vez más del de la vida privada, y ha ido degradándose cada vez más, a medida que iba abandonando los valores estéticos y éticos que tenía en el mundo antiguo. Por otra parte, el distanciamiento entre el ámbito de lo privado y lo público ha ido degenerando en contraposición y antagonismo.
Ese antagonismo entre lo público y lo privado ha dado lugar a espacios públicos inhóspitos y a espacios privados encapsulados en su autonomía, lo cual a veces producía verdaderas escisiones en el individuo. La persona que más ha estudiado este fenómeno y con más penetración lo ha analizado ha sido Hanna Arendt. Y Gomá la sigue ampliando sus descripciones.
Pero Gomá corrige a Weber y a Arendt. Ni la ‘jaula de hierro’ de la burocracia tiene que ser tan férrea, ni la distancia entre lo público y lo privado tan insalvable, y, por otra parte, sigue a los maestros del nihilismo, comenzando por Hegel y Nietzsche, cuando señalan que, después de la muerte de Dios, lo que acontece es la resurrección a una nueva vida, la eclosión de la creatividad, de la nueva vitalidad, la responsabilidad por el futuro.
El distanciamiento entre lo público y lo privado ha enfrentado a individualistas y comunitaristas a lo largo del siglo XX, es decir, a liberales y republicanos. Y el enfrentamiento siempre tiende a resolverse por aminoramiento de la autonomía y libertades individuales, en las propuestas comunitaristas republicanas como las de Taylor o MacIntyre, o en una afirmación de la autonomía y libertades del individuo, con una renuncia a la responsabilidad pública por parte de las propuestas liberales como las de Rawls y Rorty
El autor de Ejemplaridad pública no se inclina hacia ninguno de ambos extremos. Porque se niega a aceptar que la escisión entre lo público y lo privado sea tan insalvable como Arendt, por un lado, y el binomio de republicanos y liberales, por otro, la suponen.
Javier Gomá, cuya primera carrera universitaria fue la de filología clásica, antes que derecho y antes que filosofía, retrocede hasta el maestro de todos los republicanos, a Cicerón, y luego sigue los pasos de sus doctrinas a través de Maquiavelo y Rousseau, hasta los federalistas americanos, especialmente Madison, que son los creadores de la democracia moderna.
La escisión entre lo público y lo privado no se restaña mediante la reposición de modelos aristocráticos o elitistas, como los que describen Pareto y Veblen, o como los que propone Ortega.
Ni la aristocracia, ni las élites económicas, políticas y culturales, ni la clase ociosa, aunque jueguen su papel en la dinámica de las sociedades modernas, ejercen un influjo de ejemplaridad que tenga valor educativo. Porque además no se trata de ejercer un valor educativo en general, sino de ejercelo para una sociedad democrática que quiere seguir siéndolo, es decir, se trata de una ejemplaridad pública.
Hay unos principios de ejemplaridad igualitaria, que Javier Gomá enuncia, y que mantienen los valores de la comunidad, los estéticos, éticos, políticos, y culturales en general. La rectitud en el comportamiento respetuoso, justo y productivo, el buen gusto, el aprecio a los ancianos, a los niños, a las mujeres, a los extranjeros, a los profesionales de cualquier índole, la confianza, el esfuerzo cotidiano y rutinario en el bien hacer, la superación y el rechazo de la vulgaridad y la creatividad.
Esos valores se requieren en la sociedad democrática secularizada e igualitaria, y es menester generarlos y mantenerlos en ella, precisamente para el mantenimiento y reforzamiento de esa democracia, de esas libertades y de esas instituciones, que el occidente ha tardado veinticinco siglos en establecer, y en servir a disposición del resto del mundo para una convivencia pacífica y fructífera.
Tales valores pueden generarse y mantenerse, no porque tengan raíces religiosas tradicionales y hayan jugado un papel decisivo en la génesis del capitalismo, ni porque constituyan la divisa de ningún apellido ni título nobiliario, ni porque hayan definido el estilo de una clase o un grupo, ni porque se ejerza a su favor algún tipo de coacción desde los poderes públicos. Se generan, se mantienen y se refuerzan por simpatía, como decía Adam Smith, por gusto, como pretendían Schiller y Herder, porque es bueno para todos y de ello se siguen muchos bienes para todos, como decían Kan y Mill.
En una sociedad democrática igualitaria y secularizada, todo el mundo es ejemplo para todo el mundo. En los tiempos antiguos las figuras que irradiaban ejemplaridad eran Aquiles, Alejandro, Atilio Regulo, El Cid, el Rey Fernando III el Santo o el Duque de Alba. O bien San Pablo, San Agustín, San Francisco de Asís, Santa Teresa o San Francisco Javier. Y las artes antiguas los ensalzaban y transmitían proponiéndolos como modelos que alcanzasen a todos los súbditos del reino. Con todo, los súbditos del reino sabían que no podían ser como ellos.
Desde comienzos de la modernidad, los tipos ideales que las nuevas artes proponen como ejemplos, que alcanzan a todos los ciudadanos, ya no son los aristócratas, los santos y los héroes, carentes de sombras negativas porque el género literario de la hagiografía no las permite. Ahora los prototipos son personas vulgares como Sancho, enfermos como don Quijote, individuos que se hacen a sí mismos como David Coperfield, padres pobres que aman locamente a sus hijas como Papá Gorriot, o marginados y desheredados como Raskolnikov o Martín Fierro. Los prototipos son todos y cada uno de los ciudadanos, el desgraciado que persigue la quimera del oro, el hombre del traje gris, o el desahuciado que llega a ser héroe por accidente.
Junto a los hombres corrientes que las artes y las letras proponen continuamente, y con los que el público se siente identificado porque representan a cualquiera, y a todos y cada unos de los espectadores, son particularmente ejemplares los funcionarios y los políticos. Porque representan a toda la sociedad por la voluntad institucionalizada de ella misma.
Por una parte, son ejemplares los funcionarios, que adquieren la capacitación requerida para ejercer las funciones correspondientes en nombre de toda la sociedad, como los profesores, los médicos, los policías o los jueces. De ellos los ciudadanos esperan que sean competentes, honestos, ecuánimes, y afables, en el desempeño de sus funciones con normalidad, es decir, con notables dificultades.
Por otra parte son ejemplares los políticos, que adquieren autoridad y poder por elección directa y periódica de los ciudadanos, para que representen y promuevan sus ideas, intereses e ideales.
Naturalmente, los funcionarios y los políticos pueden no ser ejemplares, pero la sociedad democrática dispone de procedimientos para separarlos de sus funciones y dignidades. Y cuando no es ese el caso, también la opinión pública tiene procedimientos para aplaudir la ejemplaridad y para denostar el escándalo.
Por encima de los funcionarios y los políticos, es especialmente ejemplar la persona que encarna la institución de la corona. Independiente de la actividad política que desarrolle, con mejor o peor fortuna, el monarca tiene la función de encarnar la totalidad de los valores democráticos como última instancia en la que la auctoritas se manifiesta en la plenitud de su vigencia al servicio de todos los iguales.
En este planteamiento de la estructura y funcionamiento de las sociedades democráticas igualitarias, queda señalado que las grietas se pueden abrir por cualquier sector, que la responsabilidad de ello corresponde siempre a hombres que son iguales que los demás, y que la tarea de la reparación corresponde a esos mismos hombres iguales a los demás. A la vez, queda señalado que la ejemplaridad y el escándalo irradian desde cada punto hacia todos los demás, reforzando o debilitando la estabilidad y el poder de la sociedad.
Más allá de los debates entre liberales y republicanos, no hay unos ciudadanos que sean institucionalmente los protagonistas de la ejemplaridad y del escándalo, o que lo sean privadamente. Todos lo son por igual, aunque los efectos de los actos institucionales y privados tengan más alcance en unos planos que en otros.
Mostrar esto a los miembros de una sociedad es ofrecer la posibilidad de canalizar la queja hacia la aportación positiva, el desencanto hacia la construcción, y la pereza desesperanzada hacia la actividad prometedora. Porque queda al alcance de todos y cada uno ejercer la ejemplaridad donde están, sabiendo que eso es aportación de vida.
El autor hace una buena aportación a los ciudadanos con este tercer volumen de su trilogía. Se trata de la aportación que hace alguien que no es un hombre de poder (o al menos que no lo es por el momento), pero sí un hombre de Estado, de derecho y de cultura. Un país como el nuestro se puede sentir satisfecho y tranquilo por contar, entre los miembros del Consejo de Estado, con un Letrado como Javier Gomá, y en una de sus fundaciones más emblemáticas, la Fundación March, con un director como él. Un hombre que lleva en su corazón y en su mente lo que ha vertido en estos libros, es un hombre al que se le puede reconocer y agradecer su ejemplaridad pública.
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