La sombra de Jacques Cousteau, el explorador oceánico de estampa enjuta y gorro rojo que inventó al hombre-rana y filmó las profundidades submarinas para convertirse en el primer gran divulgador ecologista, se extiende por su centenario sin un claro sucesor y con su barco insignia, el Calypso, encallado.
Si «El comandante» -sobrenombre con el que respetuosamente se refiere a Jacques Yves Cousteau su segunda esposa, Francine- no hubiera muerto en París 1997, hoy habría cumplido un siglo y quizá habría dado más empaque a los esfuerzos de su viuda por resucitar su legendario navío, el Calypso.
La embarcación con la que Cousteau se hizo célebre, un dragaminas de la Royal Navy británica que un mecenas le cedía al comandante por un simbólico franco al año, espera en un puerto de la Bretaña francesa a que se puedan reunir los 4 ó 5 millones de euros que necesita para terminar de restaurarse como museo itinerante.
Mientras tanto Francine, con quien Cousteau se casó en 1991, reitera que el sueño del comandante habría sido que el más célebre de su barcos, que naufragó en un puerto de Singapur en 1996, se hubiera convertido en el «embajador de los océanos».
Pero nadie ha conseguido heredar la dimensión del mito de Cousteau, precursor del buceo deportivo, documentalista premiado por el Festival de Cannes, académico francés, científico pionero de la lucha contra el cambio climático y divulgador que llevó la biodiversidad marina a los hogares a través de la televisión.
Tal vez nadie haya tomado con éxito su testigo porque su segundo hijo y su sucesor designado, Philippe, murió en un accidente de hidroavión en la desembocadura del río Tajo (Portugal) en 1979.
Quizá sea porque tras la muerte del oceanógrafo, el resto de su familia se enredó en un atolladero jurídico por hacerse con los derechos de su legado, que hoy controla el «Equipo Cousteau, liderado por su viuda.
Un amante de los océanos
O simplemente porque la sombra de Cousteau es demasiado alargada, y el espacio que dejó en el imaginario colectivo lo ocupan otros pregoneros de la lucha ecologista como el ex vicepresidente de Estados Unidos Al Gore, autor del célebre documental «Una verdad incómoda, o el fotógrafo Yann Arthur-Bertrand, creador de «Home».
Y es que Cousteau forjó una biografía sin parangón, que inició el azar cuando un temprano accidente de coche truncó su sueño de convertirse en un heroico aviador y le llevó a surcar las profundidades marinas como nadie antes lo había hecho para convertirse en el célebre investigador oceanográfico que fue.
Para recuperarse de sus múltiples fracturas, los médicos le recetaron natación intensiva, actividad que funcionaría como catalizador de la pasión marítima que le acompañó toda la vida y que empezó a germinar cuando en Marsella (sur de Francia) probó por primera vez las gafas que utilizaban los buscadores de perlas filipinos.
En 1930 ingresó en la Escuela Naval Francesa y sirvió a la Resistencia en la Segunda Guerra Mundial, pero el debut de su carrera como submarinista planetario y como impulsor del buceo se inició en 1943, poco antes de dejar la marina gala.
Fue entonces cuando su ingenio, y el del ingeniero Émile Gagnan, les llevó a concebir el «Aqua Lung, la primera escafandra autónoma submarina y el primero de una larga lista de inventos que posibilitaron la exploración y la filmación subacuática.
Siete años después, encontró el Calypso en Malta y se las arregló para que un millonario le ayudara a convertirlo en el centro de operaciones con el que surcó las aguas del mar Mediterráneo, el Rojo, el Golfo Pérsico y los océanos Pacífico e Índico, donde rodó parte de los 115 documentales que se cuentan en su filmografía.
La más célebre de sus cintas fue «El mundo del silencio, con la que conquistó la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1956, fermento de un trabajo documental que le llevó a mudarse a Estados Unidos en 1972 para trabajar para varias cadenas de televisión.
Fue también director del Museo Oceanográfico de Mónaco, miembro de la Academia Francesa, comendador de la Legión de Honor de Francia, además de un buceador comprometido de por vida con la defensa de los océanos, que comprenden el 72 por ciento de la superficie de la Tierra.
Catorce años después de la muerte de Cousteau, mientras el menor de sus hijos, Pierre-Yves, intenta seguir la senda de su padre en una misión por el Mediterráneo a bordo del Alcyone, la otra célebre nave del científico, su viuda sueña con ver zarpar de nuevo al Calypso, convertido en un símbolo de la defensa del fondo marino.
Sería el esfuerzo de mayor carga simbólica para intentar preservar la lucha del comandante e intentar evitar que, como decía el propio Cousteau, el mar termine por convertirse «en la última alcantarilla» de la humanidad.